Llegan las altas temperaturas y parece que como cada año el calor nos achicharra el cerebro y por desgracia y para vergüenza ajena, nos da por reafirmarnos en nuestras más oscuras costumbres para lucirlas a los ojos de los turistas que, no es de extrañar, piensen que cada español alberga un valeroso torero en su interior.

Es que ya se sabe que España es diferente; se nos da por soltar toros por las calles para correr delante de ellos hasta que nos desgarren un órgano vital de una cornada, o le prendemos fuego a los cuernos para dejarlos ciegos, que ya me explicarán dónde está la gracia.

También se les tira al mar agarrándolos por el rabo para vaya usted a saber si logran nadar, o simplemente se arrincona tras perseguirlo todo el día con lanzas para ver quién se lleva el sonrojante honor de ser el primero en liquidarlo para algarabía de su parroquia. Visto desde fuera, al menos da para reflexionar un buen rato.

Pero sin duda el plato estrella de la casa son las corridas de toros. Muchos se empeñan en escudarse bajo la teoría de que el animal ¿no sufre?, que el noble toro en su infinita bravura aguanta todo lo que le echen y no siente dolor. Torturas aparte, parece ser que el bochornoso espectáculo en sí, sumado a la cría y la elaboración de todo lo necesario para torear resulta un impacto económico importante para mucha gente; por esa regla de tres, disculpando el símil bélico, liémonos a mamporros con todo país colindante que emplearemos al pueblo en la fabricación de balas, uniformes y todo el resto de avituallamiento. Menudo disparate para defender lo indefendible.

Al menos, y como pobre consuelo, siempre nos quedará la satisfacción de evolucionar en nuestro pensamiento sobre la triste suerte de los toros y mostrar que no queremos ser partífices de la fiesta nacional de algunos.

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