La corrupción no entiende de castas y cuando se produce afecta por igual a la especie, ya se trate de la monarquía, de la banca, del clero, de la política, etc. En una sociedad en la que la brecha social, entendida como abismo entre el bienestar y el malestar, es tan profunda, tampoco resulta de recibo ocultarla con la vieja cantinela de la presunción de inocencia. La imputación debe poner al sospechoso en el lugar que le corresponde ante una gangrena que nos supera y en un país donde los chorizos de primera se sienten todavía bien protegidos, lo mismo que el dinero sustraído.

Después de muchas dilaciones el exconseller valenciano Rafael Blasco ha tenido que ingresar en la cárcel de Picassent (Valencia) para cumplir una condena de seis años por desviar fondos destinados a la ayuda al desarrollo.

Ante la pobreza moral demostrada por el poderoso barón popular tal vez sería oportuno traer a colación el desliz de los exalcaldes Olga Fernández y Carlos Alberto Estrada, que tampoco le han hecho ascos a cualquier forma de lucro a costa del pobre. El caso detectado lo ha sido a través de la red montada en Madrid por ambos, que consistía en obtener de los ayuntamientos licencia para instalar contenedores de recogida de ropa usada destinada a beneficio de algunas ONG. Una vez llenados los contenedores estas prendas se acababan vendiendo por razones que se desconocen en tiendas de segunda mano particulares contribuyendo a engordar así la cuenta de la empresa creada por dichos señores con tal fin.

No hay más que ver la enorme cantidad de ciudadanos que atiende Cáritas, los albergues o los comedores sociales, para darse cuenta de la dimensión de cierto tipo de problemas: de modo que mientras la gente cree estar contribuyendo a una labor humanitaria tales ayudas no alcanzan a cumplir sus objetivos. Esa es la lectura de los hechos.

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