Supongo que todos aquellos que peinamos canas más de las que quisiéramos recordamos ese magnífico día de nuestra infancia en que salimos por primera vez de nuestra querida Galicia, seguramente en coche, y como la sorpresa nos invadía al toparnos con esas largas carreteras de la ancha Castilla tras dejar atrás las inacabables curvas y desvíos de nuestras sufridas comarcales gallegas.

No se trataba ni mucho menos de envidia por la región vecina, pues la morriña que aprendimos a sentir por a nosa terra siempre verde y de cielo gris se nos quedaría grabado para los viajes venideros, sino que en mi opinión entendimos desde muy pequeños que ese rincón de España era para lo bueno y lo malo completamente diferente a cualquier otro punto de la geografía nacional.

¿Recuerdan la odisea de ir en coche a Madrid para ver un concierto? ¿Cómo casi llevaba más tiempo atravesar Galicia que el resto del trayecto?

No parecía haber demasiadas diferencias con lo que contaban los abuelos, de esos cinco días montados en carruajes tirados por caballos de los tiempos de posguerra.

Pero en fin, siempre se nos prometió que la solución vendría con el maravilloso AVE que permitiría a los gallegos unirnos con el resto de provincias en un moderno y mecánico Camino de Santiago, rápido y seguro, primero para el fin de siglo pasado, luego para comienzos de este, más tarde para el año 2005, luego para el 2010?

Y ahora, según la última visita del Gobierno a tierras celtas, la próxima fecha de entrega parece ser el próximo año 2018.

¿Hablamos de la definitiva? Ojalá, pero créanme cuando les digo que dudo seriamente que mi hijo llegue a recorrer A Coruña-Madrid en tren de alta velocidad antes de jubilarse.

Y, mientras tanto, aquí seguimos olvidados en el vagón de cola, castigados en el rincón de España, de Europa y casi del mundo.

Qué razón llevaban los romanos cuando pensaban que este era el final de la Tierra.

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