He de reconocer que como alumno ochentero de la extinguida EGB, subsisto a trompicones en esta era digital que me ha tocado recorrer, rodeado de congéneres que caminan sin mirarse, absortos por el compromiso de no despegar la mirada de la pantalla de sus móviles que les mantienen enganchados a la vida.

Me sorprenden de manera especial esos chavales de expresiones gélidas y producidos en serie, diseñados bajo el mismo patrón a la moda, que muestran sus estados de ánimo a través de emoticonos y almacenan por cientos los amig@s en las redes sociales, muchos de ellos sin llegar ni tan siquiera a saber quiénes son en realidad o haber charlado nunca en persona.

¿Es ese el verdadero sentimiento de amistad? Mucho me temo que no.

Su condición de jóvenes les aísla del paso efímero del tiempo, en el confortable bienestar donde lo que sobra es precisamente éste, lejano aún por llegar el desenlace del destino.

Les encomiendo a forjar la aspiración de que con el transcurrir de los años, al echar la vista atrás, logren encontrar aquellos auténticos amigos que permanecieron junto a uno, infranqueables a los avatares implícitos de la vida. Se trata, sin duda, de sublime sensación.

Así lo viví yo al reunirnos más de una treintena de treintañeros y algún que otro cuarentón, colegas todos casi desde la infancia, en el local de un hidalgo caballero que todavía pelea incansable contra sus propios molinos. No importó que unos nos viéramos con frecuencia o que otros hiciera más de una década que no se echaban el brazo por encima del hombro como los buenos amigos, todo aquello que un día nos unió, seguía sintiéndose con la misma presencia de antaño. La distancia tampoco fue impedimento para la amistad, incluso para los que viven allende los mares por tierras británicas, bajando a partir de nuevo el bacalao y moderar con añorada vehemencia las conversaciones. El tiempo, por unas horas, se detuvo allá por los lejanos noventa.

Las sienes plateadas de algunos papás con sus nenes en brazos me recordaron que, como en el tango de Gardel, veinte años no son nada, y que quizás, aquellos seguidores digitales que hoy poseen ufanos de su tesoro nuestros adolescentes, distan mucho del noble sentimiento que supone tener un verdadero amigo.

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