Abocados sin remedio a la aceptación del hastío que producen nuestras tediosas rutinas diarias, máxime en el presente mundo occidental, procuramos compensar el lado de la balanza laboral castigado con madrugones, horas de vida desperdiciadas y mucho sudor de la frente que diría aquél, con el disfrute que producen los anhelos consumados que en mayor o menor cuantía, a cambio obtenemos.

Sin darnos cuenta pronto nos convertimos en carceleros de nosotros mismos, prisioneros de ofrecerle a ese monstruo llamado bienestar todo lo que se le antoje por más caro que se venda, desde tecnología última generación hasta la más moderna de las prendas de ropa, pasando por todo tipo de modas aunque resulten indiscutiblemente absurdas. Ya se sabe, si lo lleva el hijo del vecino, yo no voy a ser menos.

Y así, con el transcurrir del tiempo, nos vemos firmando tarjetas de crédito, el préstamo para comprar un coche, hipotecas para primera y segunda vivienda y otros muchas condenas económicas que ante todo, producen la imposible vuelta atrás, el regresar al libre punto de partida inicial. ¿Y qué nos queda entonces de ahora en adelante? Pues trabajar hasta el desfallecimiento si es preciso, con tal de evitar a toda costa el prescindir de ese confort que brindan nuestro sinfín de necesidades, impuestas en su mayoría por la sociedad de consumo en la que, desde bien pequeños, nos mecen en su regazo.

¿Alguna otra razón para no darle muchas vueltas a todo lo que acontece? ¿A darlo todo por bien impuesto aunque sea abusivo o peligroso hacia mí persona? Por supuesto, las redes sociales. Nada de reparar en gastos con tal de poder contar lo que he merendado a mis contactos, solo faltaría, y el selfie más reenviado, ha de ser el que suba yo a mi cuenta cueste lo que cueste. ¿Enviar mensajes antes que vivir la vida? Pues claro, no hay color.

Y cuando pensábamos que nuestra existencia no podía irse por el sumidero sin malgastar peor nuestro tiempo, surge un nuevo y milagroso logro para la evolución humana; el cazar figuras virtuales de colorines y aspecto infantil pululando por ahí a través de coordenadas, para que todo aquel que lo desee los atrape en su móvil, sin más visión del mundo que le rodea que la luz que emite el dispositivo a través de su pantalla.

Cuánta razón llevaba Mafalda, cuando quería parar el mundo para bajarse de él.

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