Llámase todólogo a la persona que cree saber y dominar varias especialidades. De las tertulias radiotelevisadas han saltado a la terraza del bar. Y es que cada vez es más frecuente toparse con gente que habla de todo. De lo que saben y de lo que no tienen la más remota idea. Se calla poco, porque callarse es reconocer que no se es perfecto, ni sabio, ni bello, algo que encaja mal con la narcisista sociedad sélfica en la que estamos inmersos.

Los hay de diverso tipo y en toda clase de situación: desde los geógrafos aéreos que distinguen Daroca o Tafalla volando a diez mil metros de altitud, hasta los aeronáuticos que informan en plena aproximación de que los motores van "descomprimiendo"; los administrativistas que aconsejan al vecino sobre las últimas novedades legales o jurisprudenciales; los médicos que asesoran sobre un ardor y sus cuidados con arroz blanco; o, en fin, los críticos taurinos que deliberan sesudamente sobre la casta del astifino bragado con ocasión de la modesta feria del pueblo. Los recientes juegos olímpicos han descubierto también la existencia de innumerables aficionados al florete por equipos femenino o a la lucha grecorromana de 66 kilos masculina.

La cosa es no quedarse con la boca cerrada, para beneficio de las moscas. La locuacidad insustancial se ha adueñado del personal y cada vez resulta más complicado mantener una grata conversación en la que unos compartan con otros aquello que conocen por profesión, afición o mera inquietud. Aunque te dediques a un quehacer técnico o científico especializado, en el que debas superar cada día múltiples interrogantes que te salen al camino, nunca falta quien te aborda por la calle para charlar alegremente sobre ellos, a partir de las cuatro obviedades que ha debido escuchar en algún lado, posiblemente en otra tertulia de sabiondos. De esto ni yo mismo me libro. Seguro que muchos lectores ya se han dado cuenta.

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