Quizás el término venga mal acuñado desde su propia botadura al colectivo social, procedente de aquel remoto tiempo que allá por su lejanía, hacíamos tan trasnochado como el caduco blanco y negro, o quizá porque en esas más de noventa mil palabras que abarcan el idioma castellano no se haya encontrado nada mejor que así lo defina, pero convendrán conmigo que ninguna de las féminas, ni una sola, por decidir compartir su vida con un hombre, hubiera de llamarse con relegación a un segundo plano, su mujer.

En nuestros días, y por desgracia, no son pocos los machos alfas de la manada que creyéndose en merecida posesión presentan a su compañera sentimental como su esposa, expresión que no recuerda más que a privación de libertad o amarre bajo llave de su propiedad más preciada, tan asimilada dentro de la sociedad en la que vivimos, que a nadie parece ya molestarle.

¿Pero cabe todavía esperanza? ¿Son diferentes los muchachos que mañana forjarán el futuro de este país? ¿Se postularán en el redil tradicional o decidirán alejarse del tristemente famoso macho ibérico? Creo que se contesta por sí solo.

El dictatorial control con el que los adolescentes someten a sus parejas mediante las nuevas aplicaciones tecnológicas, ya saben, dónde, cuándo y con quién han de efectuar las chicas sus actos cotidianos, y alguna que otra incomprensible aceptación por parte de ellas a tan humillante atadura, ofrece un nada desdeñable período de tiempo a la profunda reflexión.

¿Qué tratan de convencernos, de que un hombre ha de dominar el devenir de la vida de una mujer? ¿No somos antes que nada personas libres e iguales? Curiosa y sonrojante involución.

La vergonzosa violencia machista nos condena con su presencia macabra a ritmo vertiginoso de una víctima semanal, en lamentable aumento año tras año, losa demasiado pesada como para solo tomarse en cuenta en su día internacional.

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