Hace unos días, los medios daban a conocer un suceso inusual que acabó con la vida de un matrimonio y su hija de 12 años en Alicante, sepultados bajo ropa que acumulaban apilada en el piso donde vivían, cuya superficie rondaba los 50 metros cuadrados. La desgracia dio lugar a interrogantes del tipo: ¿estaban dedicados a la compraventa de ropa?, ¿realizaban una actividad no declarada? Sin embargo, las incógnitas parecían sobrevolar la noticia sin acercarse al lugar donde, a mi entender, se encontraba el meollo de la cuestión: la situación de precariedad económica de la familia. ¿Por qué tenían almacenados cientos o miles de kilos de prendas en la vivienda y no en un local destinado a tal fin? ¿Era su deseo y estaban a gusto viviendo en un espacio donde apenas podían moverse, desplazándose con dificultad entre montañas de tela que les impedían abrir las ventanas y recibir luz natural a su través? La precariedad es un peligro para la salud y la vida de las personas, una enfermedad medieval presente y muy extendida por el planeta en el siglo XXI. Y, por lo visto, con una escasa voluntad global para encontrar una vacuna que minimice los estragos causados un año tras otro.

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