Somalia, uno de esos países olvidados de la siempre olvidada África, acaba de recuperar su conexión a Internet después de tres semanas, tras arreglarse los daños sufridos en un cable submarino de fibra óptica, causados supuestamente, por un barco mercante de Omán. A mayores del colapso de actividades por la falta de servicio, hubo que sumarle la de no pocas familias somalíes, que subsisten gracias a las transferencias procedentes del extranjero. Pero ¿seríamos capaces de imaginar algo así en nuestro mal llamado primer mundo? ¿Tres semanas sin canales de vídeos, redes sociales o correos electrónicos? Ni en broma. A las tres horas sin recibir un mensaje en nuestro móvil creeríamos estar muertos, angustiosamente aislados de todo ser viviente, capaces de hundir con nuestras propias manos, el barco mercante que nos provocó semejante desdicha.

Y es que a día de hoy y muchas veces de manera imperceptible, la llamada era digital compone uno de los peligros que cohabitan cada espacio y cada segundo de nuestras efímeras vidas, de incalculable valía para decenas de acciones positivas, sin duda, pero con un elemento tan sumamente negativo, que por sí solo es capaz de dinamitar todo el resto del conjunto.

El problema radica en que todo parece servir para conseguir el falso reconocimiento de los demás, el llegar a convertirse en viral, sin límites ni decoro, ni tan siquiera medir las nefastas consecuencias de los actos, quizás por la inexperta juventud o tal vez por el olvido pasajero de la conciencia moral. Da lo mismo, no se piensa ni un instante, solo se perpetra, se graba y se cuelga, en cuantas más redes sociales mejor. Siempre a la espera de la supuesta gloria de los me gusta, de ese inmenso tesoro para los desmedidos egos, pulgar arriba de las legiones de seguidores, cueste lo que cueste, pues el precio hace mucho que en este circo, ya no importa absolutamente a nadie.

Los hechos por sí mismos conforman un verdadero sumario de terror, vergonzoso a todas luces, desde lanzar botellas de vidrio a los coches que circulan por la carretera a moler a palos a un compañero de clase, pasando por empujar a ancianos que se golpean la cabeza contra el suelo o prenderle fuego a unos mendigos que duermen en un cajero. Todo ha podido leerse como lamentable noticia, mas solo importó que quedase correctamente grabado y subido a su lugar correspondiente en la red. ¿Existe algún límite? Parece que no.

Cabría meditar sobre esta aberrante criatura que se nutre de pulgares digitales, de su verdadero y peligroso significado, para que aquellos cegados que ven en el fin la justificación a sus medios, al menos no encuentren por ninguna parte, forma alguna de recompensa.

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