A medida que pasan los días, sube la tensión política en el país y las escenas violentas se multiplican. Pero aún estamos a tiempo de evitar un conflicto generalizado; para ello es necesario que los máximos responsables de la situación hablen entre sí dentro del respeto a la ley y sin marcar de antemano condiciones irrenunciables. Rajoy no debe parapetarse detrás de la letra de la Constitución, sino inspirarse en el espíritu que la alumbró: el consenso, fruto precisamente del diálogo entre las dos Españas que antes se habían enfrentado en la guerra incivil. Puigdemont, por su parte, no debe escudarse en el número de votos obtenidos de forma totalmente irregular en un pseudoreferéndum ilegal y no homologable democráticamente.

El primero debería reconocer su inacción y su preterición del problema catalán; y el segundo, el procedimiento atropellado, nada dialogante e irrespetuoso con la oposición seguido en el Parlament para la aprobación de su ley del referéndum los días 6 y 7 de septiembre.

Sólo así, reconociendo los fallos, que humanos son, y partiendo de nuevo de cero, sin premisas absolutas ni cartas marcadas, será posible emprender una comunicación que merece la pena restablecer con el fin de procurar la paz social e iniciar una vía para la satisfacción equilibrada y justa de los intereses de unos y otros.

Nadie sabe si subimos o bajamos, hoy lloramos todos los gallegos. Lo hacemos por la maldad, la sinrazón. Dicen que son los propios brigadistas, las recalificaciones, puede que solo sea leyenda urbana. De lo que no hay duda es que dentro del incendiario no hay corazón. Y en su cabeza, tampoco parece haber nada. ¿Qué ruin es capaz de prenderle fuego a vista dos seus ollos? Valientes cobardes. Arde la vegetación, animales que huyen despavoridos, la gente es desplazada de sus hogares. A la vuelta quién sabe si seguirán en pie. Y lo que es peor, la muerte. Homicidio con todas las letras.

Caiga pues todo el peso de la justicia para los culpables. Hoy arde Galicia, ningún lugar debería arder jamás.

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