Cuando daba clase y me tocaba exponer el origen del Renacimiento siempre explicaba que uno de los factores históricos que más habían contribuido a ello había sido la masiva inmigración de la población de Bizancio (hoy Estambul), de cultura griega ortodoxa, a Italia debido a la toma de la ciudad por los turcos otomanos. Los refugiados bizantinos trajeron consigo muchas obras de clásicos helénicos que se desconocían en Occidente, entre ellas la mayor parte de los Diálogos de Platón así como importantes tratados científicos, lo que coadyuvó decisivamente a la renovación de la filosofía y de la ciencia, aparte de extender el conocimiento de la lengua griega, uno de los pilares del Humanismo junto con el latín. La relevancia de este factor ha sido resaltada por los historiadores que sitúan el inicio de la Edad Moderna precisamente en el año de la caída de Bizancio, el 1453, por la indudable influencia de la gran aportación intelectual recibida.

No es el único ejemplo (podría citarse también el de los propios Estados Unidos u otros países de América), pero sí uno de los más llamativos, de los ventajas culturales y sociales de la inmigración, además en este caso de refugiados de guerra. Es ésta una gran lección de la historia que no deberíamos olvidar a la hora de valorar la necesidad y la conveniencia de acoger a inmigrantes que huyen de la devastación bélica y que portan consigo valores y conocimientos que puede que no nos sobren. Quizás su inyección de moral, su agradecimiento y en muchos casos su buen hacer profesional y su cultura nos colmen de más beneficios aún de los que nosotros podamos ofrecerles, como sucedió en el Renacimiento italiano.