Leo en la prensa local la denuncia sobre la dejación que sufren en nuestra ciudad la población sin hogar, asentada ocasionalmente en lugares tan inusuales como bajo el puente de Alfonso Molina, los Arcos del Paseo Marítimo y soportales en general. Se trata no obstante de una cuestión que se ha denunciado ya en ocasiones anteriores. Y como la realidad es tozuda... a los hechos nos remitimos (pasen por la antigua calle Juan Canalejo a las doce del mediodía y sabrán a que me refiero). Bien pudiera pensarse que estoy intentando apropiarme de un discurso que no me corresponde; quiero decir más bien que intento reafirmar mi postura en dicho discurso dándole si cabe el sentido más amplio posible: La sociedad que calla se convierte en cómplice. Estamos ante ese tipo de violencia que la sociedad ejerce sobre determinadas poblaciones cuando les niega lo básico para cubrir necesidades de alojamiento, alimentación, o vestido. Cada cinco días muere en España una persona sin hogar (según Hatento), víctima del frío, las enfermedades o las agresiones que sufren en la calle. Entonces uno reflexiona y se pregunta: ¿Qué podemos hacer? Ante todo, pienso que no debemos resignarnos y menos todavía callar. Añadir que no está bien que algunas instituciones utilicen el dinero público para propaganda para sufragar gastos de grupos afines o que utilizan el idioma como arma arrojadiza. Cierto, que estamos en una etapa de crisis y ésta impone austeridad en el gasto público. Pero, sobre todo, aclarar en qué se gasta este dinero. De modo que los cajeros o los soportales siguen siendo el hábitat antinatural de las personas sin hogar. Al margen de la violencia social, hay un factor común a todos ellos que tal vez sea la estupidez humana por la dejadez política que preside el ánimo de algunas conciencias: esto es, cargos con representación pública. Como bien dijo alguien: los que mandan reducen a la gente a la categoría de animales y cuando se comportan como animales, dicen: Miradlos, son animales. De modo que la víctima acaba por convertirse en el culpable. Todo esto lleva a concluir que, más allá de esa postura de considerar al sin hogar una subespecie, se esconde una voluntad muy clara de ocultar y callar. Algo parecido a lo que hizo la sociedad alemana con los judíos.

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