Tras la sentencia sobre el Estatut, querida Laila, parece que todos, por debajo de sobreactuaciones de "obligado cumplimiento", tratan de quitar hierro al asunto. Es natural porque fue demasiado el material ferruginoso inútil que emplearon para construir tan quebradizo edificio. Unos, porque se embarcaron en un proceso plagado de enredos y de errores, y otros, porque no dudaron en invocar a nuestros peores demonios para estimular rancios enfrentamientos tribales. La cosa emergió, pujante, cuando Aznar logra la mayoría absoluta, se libra de la esclavitud de tener que hablar catalán en la intimidad y sus huestes más aguerridas gritan aquello de "Pujol, enano, habla castellano". Aznar se pasa entonces al inglés californiano para compadrear con Bush, reniega de la vieja Europa y, al frente de la arcaica tribu españolista, pone cerco a las tribus irredentas de los nacionalismos periféricos. Pero Aznar se cae con todo el equipo en las Azores y los también viejos nacionalismos de la periferia se aprestan a la revancha. Zapatero entonces, bisoño y perplejo, es incapaz de tirar por elevación y se limita a escoger entre las rancias propuestas tribales. Deshecha a Ibarreche y se sube al barco de Montilla. La nave tropieza en el Constitucional, donde queda varada durante años, vapuleada por los vientos del anticatalanismo cainita y el rugir de ese "se rompe España", que viene a ser el destructivo "miedo que mete miedo", como diría nuestro Castelao.

¡Las Azores!, querida. Es que Portugal tuvo mucho que ver con este mal nombrado problema catalán. Recuerda que en el año de gracia de 1640 catalanes y portugueses se levantaron, al mismo tiempo, contra nuestro rey y señor Felipe IV. El rey de España, a la sazón embarcado en la guerra contra alemanes y franceses, se vio obligado a elegir entre sofocar a unos o a otros, que a los dos al tiempo no podía. Cataluña había logrado constituirse en república independiente bajo la interesada protección de Francia y el rey decidió acabar con la rebelión catalana enviando a su bastardo, don Juan José, habido con la Calderona, y prácticamente renunciar a Portugal. El resultado fue más bien magro: España se quedó sólo con media Cataluña, quedando el Rosellón para Francia, que lo vació de las señas de identidad que Cataluña sigue conservando, y Portugal se hizo independiente, a cambio de Ceuta, que hoy otros nos reclaman. Como ves, la cosa pudo ser al revés y Dios sabe si en este caso España hubiese pasado a los cuartos de final, teniendo en cuenta que es catalana la espina dorsal de nuestra selección. Posiblemente hoy nos estaríamos lamentando, con Ronaldo, de haber sido apeados de la competición por la selección de Cataluña, Rosellón incluido.

Ahora, acaba de morir Saramago. La voz más conspicua que lanzó la idea de caminar hacia un nuevo Estado Ibérico por la fusión de las actuales España y Portugal. Idea que cuenta, de salida y al parecer, con la aceptación del 40% de los portugueses y Dios sabe de cuántos españoles. Esto sí que sería tirar por elevación, por muy complejo que sea el proceso, porque tal perspectiva está cargada de posibilidades. Y de futuro como el arma de la poesía. Se desplomaría el mito de la independencia, que sabemos una quimera, incluso para los estados soberanos y más poderosos, como tan bien nos enseña esta crisis. Se nos facilitarían mucho esos cambios constitucionales que todo el mundo ve perentorios, pero que nadie se atreve a abordar. Y, lo que es más importante, podríamos gestionar nuestra interdependencia, que es lo real, y nos permitiría administrar mejor los restos de nuestra soberanía.

Es cierto, querida, menos mal que nos queda Portugal.

Un beso.

Andrés