–La huella en los ojos, ´una superproducción nostálgica, demoledora y divertida´, anuncia Borau en el prólogo.

–Me parece peligroso utilizar como banderín la nostalgia, es un error pensar que los tiempos pasados fueron mejores. En España no lo fueron y por eso dice Borau lo de demoledor. El cine suponía una carga de sueño e ilusión frente a la realidad de cada día que, vista hoy, puede parecer risible pero entonces era muy dura. Y divertido, sí, porque el pasado visto con sentido crítico se convierte en comedia aunque aquello fuese un drama.

–Madrid y A Coruña, los escenarios de su iniciación.

–Repartí mi adolescencia entre las dos ciudades y en las dos estudié una parte del Bachillerato, por eso en el libro hablo de las dos.

–¿Su educación sentimental?

–Sí, para algunos lectores, más que un libro ensayístico es una especie de novela autobiográfica. Son los ritos por los que pasó mi adolescencia y mi generación en la larguísima posguerra, en la que una de las poquísimas escapatorias de la realidad cotidiana eran esos templos que ya no existen, a los que íbamos a vivir, de una forma casi sacralizada, la ilusión de las películas.

– ´Íbamos al cine a disfrazar la vida´, escribe.

–Sin duda. No sé hasta qué punto éramos conscientes pero lo que hacíamos era eso: salir de una vida dura, con pocos medios y opresiva, y meternos en otra de color contada por Hollywood. El 90% de las películas eran americanas y lo que hacían era disfrazar la vida. Lo malo era volver y quitarte el disfraz.

–¿Qué le enseñó el cine?

–No sé si me enseñó algo pero me ayudó a sobrevivir. Momentos terribles de entonces puedo recordarlos ahora con menor dolor gracias al cine. Tengo recuerdos mucho más intensos de Deborah Kerr y de Stewart Granger que de las represiones franquistas.

–Los cines se contaban por decenas y había sesión continua, sesión matinal, programas dobles...

–En Madrid había muchos; en A Coruña sólo había un cine de sesión continua, que era el Doré. Era fantástico, podías ver la película varias veces, entrar aunque estuviera empezada, saltarte trozos... François Truffaut contaba que había visto La vida de Juana de Arco empezando por cuando la queman en la hoguera y luego ´resucitaba´.

–¿Lloró mucho en el cine?

–Todos lloramos muchísimo, había muchas películas de llorar.

–¿Con qué películas lloró más?

–En muchas, pero lo que es llorar a moco tendido, con Capitanes intrépidos.

–¿Con cuál descubrió el sexo?

–Como en la vida cotidiana no era muy fácil, estaba el cine. Aunque la censura recortaba mucho, la imaginación era libre. El desnudo era impensable entonces —años cuarenta y cincuenta— y el traje de baño de Esther Williams nos parecía mucho más que un bikini.

–¿Sus actrices favoritas?

–Depende para qué. Mi primo y yo nos peleábamos por ver quién conseguía ser el novio de Elizabeth Taylor, que era una belleza absoluta. Rita Hayworth era una de las más eróticas, y las italianas eran una cosa tremenda: Sofía Loren, Silvana Mangano, Marisa Alassio, Giovanna Ralli... Había un montón de estupendísimas italianas cuyo papel era provocar sexualmente, pero de forma muy medida porque la censura era tremenda, aquí, en Europa y en América. En fin, que la imaginación daba para mucho e imaginábamos lo que no veíamos.

–¿En el cine era donde se metía mano por primera vez?

–El cine era casi el único lugar donde se metía mano, aparte de los parques y a la caída de la tarde. Es que si te metías mano en público y te veían, te podían detener. Hablo de cogerse la mano o besarse, otra cosa era impensable.

–¿Cómo era el cine español?

–Falseaba totalmente la realidad: todos eran felices, superaban las situaciones y se hacían películas de otras épocas para no tener que contar la nuestra. Pero hubo excepciones, como El pisito [de Marco Ferreri], un espejo de la realidad, de lo que vivíamos todos los días, que me impresionó muchísimo.

–¿Sigue siendo Tatín?

–Para casi nadie, pero me gusta que Borau me haya llamado así en el prólogo. En el fondo, lo soy aún.

–El Tatín que vivía entre el barrio del 2 de Mayo, de Madrid, y la Ciudad Vieja, de A Coruña.

–Viví en varios barrios, fuimos muy itinerantes, pero de esos tengo el recuerdo más vivo.

–De la Ciudad Vieja iba en bici a la Academia Galicia. Su madre escogió un colegio laico.

–Lo que mi madre no sabía es que la Academia Galicia era no sólo un colegio laico sino un colegio progresista, cosa rarísima en esa época. Tuve un profesor maravilloso, que era el director de la Academia, Carlos Seoane, con el que podía hablar de literatura y de cine. También estaba Miguel González Garcés, que me descubrió el impresionismo francés; don Luis o Paquete, que se interesaba por las letras aunque no fuera lo suyo.

–Al cine Carretas, de Madrid, dice que no iba.

–Nunca fui, me daba miedo, se contaba que pasaban cosas. Tenía un morbo homosexual que no me apetecía. Habiendo tantos cines...

–Como los de la Gran Vía y los de barrio.

–Los de la Gran Vía cuando había dinero porque la diferencia con uno de Tribunal era notabilísima. Como entre el cine París y el Ciudad en A Coruña.

–La cartelera cambiaba a diario en los cines de barrio.

–Y los carteles que se hacían eran verdaderas obras de arte.