–¿Qué hace un psicólogo a los fogones, le sirve de algo?

–Sirve para tener un nivel cultural que no hubiera tenido si no hubiera hecho la carrera, lo que pasa es que, a medida que creces, te das cuenta de que lo que habías elegido a los 18 años no tiene nada que ver. A mis 50, veo inhumano que la gente tenga que elegir a esa edad.

–¿Cuándo decidió que lo suyo era la cocina?

–Fue una decisión algo tardía. Siempre tuve afición a la cocina y, cuando organizábamos cenas en la facultad, las hacía yo.

–¿Se comía bien en su casa?

–Muy bien. Mi madre era una gran cocinera y mi padre, un crítico gastronómico muy exigente.

–¿Le escribe las partituras a Arzak?

–No, Juan Mari escribe sus propias partituras. Es muy difícil escribirle las partituras a alguien con tanta personalidad como mi jefe porque siempre acaba cantando otra cosa y, si le pones ópera, termina cantando heavy metal. Intentamos que el jefe vaya sólo. En el laboratorio, nos encargamos de la parte técnica, desde allí hacemos todo para que la orquesta suene. El director no toca instrumentos, hace que todos los demás los toquen.

–¿El laboratorio es ´el secreto mejor guardado´ de Arzak?

–No, lo que hay es técnica y secretos, pocos, porque está todo publicado en libros. No hay razón alguna para ocultar lo que hacemos.

–Que un restaurante tenga un responsable de I+D...

–Forma parte de los tiempos, y de la ilusión y el entusiasmo de mucha gente por hacer las cosas de forma distinta.

– ´Más que investigar, innovamos´.

–Nosotros, y todos los artesanos —no hay que olvidar que somos artesanos— lo que hacemos es mucho de innovación y un poquito de investigación porque la investigación, normalmente, la hacen los científicos. Nosotros le damos la marcha y nuestro toque divertido.

–Trabajan con la Facultad de Químicas ¡y hasta con la Escuela de Ingenieros!

–Y con más gente que en principio es ajena a un restaurante, pero es normal: si tengo que preparar un plato debo diseñar desde la cuchara, por eso tengo que contar con un técnico que es experto en mecánica de fluidos.

–Hablar de crionización, liofilización, de fragmentación de fractales, ¿no quita las ganas?

–No, no, todo tiene que estar rico pero tienes que contar la historia y creértela. Ciertas palabras pueden asustar pero crionizar no es más que trabajar con procedimientos para alcanzar temperaturas mucho más bajas de la habituales.

–¿Comemos con los ojos?

–La vista es lo primero. Después está el olor y el gusto. Y la textura. Pasa con todo, incluso con la persona con la que acabas casándote.

–¿Es más fácil introducir sabores que texturas?

–Los sabores son más dóciles. Las texturas tienen que ver con aspectos culturales. Hay gente que no come ostras porque le repele su textura gelatinosa pero le gusta su sabor marino. Muchas veces rechazamos un producto por su textura, no por su sabor. Podemos extraer el sabor de un callo, por ejemplo, y convertirlo en una especie de hoja de papel. Cambiar la textura conservando el sabor es una de nuestras características, es muy habitual.

–¿Platos a base de chicle?

–Platos a base de texturas de chicle. Hacemos un arroz glutinoso que tiene una textura totalmente chiclosa. Empiezas a masticar y comienzan a salir sabores y es una cosa totalmente fantástica, mágica. Es lo que tratamos de vender, magia.

–¿Gambas con pachuli?

–Cada vez comemos más de menos cosas. Hay plantas olvidadas y un montón de olores por recuperar, uno de ellos es el pachuli. Es un aroma embriagador como pocos y se emplea en cocinas de otras culturas. Se puede hacer que un plato huela a pachuli sin que sepa.

–O que huela a opio, vaya.

–Tendríamos problemas de otro tipo pero no sería ninguna novedad. O a marihuana. Se puede separar el principio activo para obtener el aroma de la maría.

– ´Un rape sobre unas olas rompiendo en la playa´. ¿Eso no es pasarse?

–(Suelta una carcajada). Es el espectáculo, es hacer que la cocina llegue a ser divertida, que el comensal pueda ser transportado a un mundo de magia donde la cocina sea inolvidable, mediante imágenes y el ruido de las olas... Sentir el salitre como si hubiéramos trasladado el comedor a una playa... Es el videoplato, magia.

–Precio medio, 165 euros. Bebida e IVA aparte.

–Es tirado. Los restaurantes con tres estrellas Michelin de toda Europa cuestan entre 250 y 400 euros.

–¿Cual es la cocina que más le interesa?

–La que no conozco. Intento estar atento, leer y viajar, lejos y cerca, la sorpresa puede estar aquí al lado o a 5.000 kilómetros.

–¿La comida debe ser ´una experiencia sensitiva´?

–Debe llegar a todos los sentidos, incluso al sexto sentido, que no existe pero sí existe y es lo que te permitirá decir ´fue una cena inolvidable´.

–Tanta historia y luego hace libros para ´novatos y cocinillas´.

–Claro, que nadie se engañe: si no sabes hacer lo que viene en ese libro es como pretender hacer catedrales sin antes construir casas, y yo enseño a hacer casas.

–Hablemos del chocolate.

–El chocolate son mis inicios y cuando me me tropecé en 1989 con Juan Mari [Arzak] en París y empecé a trabajar con él.

–¿Quién cocina en su casa?

–Mi moza, porque lo hace muy bien. Y yo, cuando tengo tiempo.

–¿Su plato favorito?

–El que no conozco, aunque difícilmente podría decir que alguno de mis platos no me gusta.

–¿Y los que hacía su madre?

–¡Huy!, mi madre hacía unos chipirones y unos calamares fritos que se te iba la olla. Y unas croquetas de jamón verdaderamente espectaculares. Y una ensaladilla rusa increíble... Hacía unas torrijas increíbles, y un arroz con leche con su cáscara de limón bien raspada, sin nada de blanco... Mi madre cocinaba que era la hostia.