"Cargué maletas en la estación y fardos en el muelle, ayudé a la labor de la cocina en el hotel Ferrocarrilana, estuve de sereno una temporadita en la fábrica de Tabacos e hice de todo un poco hasta que terminé mi tiempo de puerto de mar viviendo en casa de la Apacha, en la calle del Papagayo, subiendo a la izquierda, donde serví un poco para todo, aunque mi principal trabajo se limitaba a poner de patitas en la calle a aquellos a quienes se les notaba que no iban más que a alborotar", cuenta en primera persona el propio Pascual Duarte, uno de los personajes más emblemáticos de la literatura española.

Acaso fuese "el putañero Cela", como lo define Haro Tecglen en el prólogo de La vida golfa, uno los protagonistas de esas sonadas trifulcas, ya que se dice que en un tugurio del célebre callejón llegó a tirar un piano por la ventana en los agitados días de sus correrías coruñesas durante la Guerra Civil.

El Papagayo coruñés retornó a las páginas de Cela en su última obra, La cruz de San Andrés, marcada por la sombra del plagio y aún antes en Mazurca para dos muertos, donde se cita a la legendaria casa de La Media Teta, regentada por doña Adela, una referencia manejada con veneración y conocimiento en los puertos de todos los mares, cuyo esplendor no han olvidado todavía muchos vecinos de la calle de San Roque o la Plaza de España. "Bajaban las muchachas de la zona en corro por el callejón con la intención de atisbar a través de las ventanas los fastuosos azulejos de sus cocinas, adonde iban a parar los mejores pescados del mercado de San Agustín, acarreados delicadamente cada mañana en cestas de mimbres por tres mucamas".

Aún desaparecido, no ha dejado de fascinar el Papagayo a los hombres de letras, que si no vuelven a revivirlo es porque su último habitante y mudo albacea de sus secretos, Paco Pamela -que descendía en cada Carnaval de la Torre al centro con una muchedumbre detrás, ataviado como una reina del Sambódromo- ha hecho hasta ahora oídos sordos a los ofrecimientos que le han llegado de escritores de éxito.

La retina coruñesa contemporánea ha conservado del Papagayo una imagen depravada y sórdida que se corresponde con la decadencia de sus últimos años, cuando el popular bullicio de los bares de mujeres había dado paso a unos tugurios infectos y ruinosos donde la heroína jubiló a las madamas y los camellos a los macarras de antaño. Pero a poco que se escarbe en la memoria de un par de generaciones coruñesas se descubre que esas calles significaron algo muy distinto en la verdadera educación sentimental de la ciudad.

El Papagayo marcó una época en la que el burdel fue rito de paso y de iniciación sexual en aquella mortecina estrechez de posguerra en la que los escasos caminos de la vida conducían tan a menudo al barrio chino. Los de los clientes y los de las meretrices. Resulta imposible rastrear en la memoria de cualquier coruñés que haya vivido aquellos años sin que el Papagayo asome de una u otra manera en sus recuerdos. Basta echar un vistazo a los testimonios que conocidos personajes de la ciudad escribieron en la sección de este periódico La ciudad que viví para darse cuenta de lo presente que está en la memoria sentimental de A Coruña. Desde algún exalcalde que vivió en una pensión de Panaderas perturbado por el espectáculo gratuito del popular lupanar mientras estudiaba severas oposiciones a juez, hasta el de un exconcejal que recuerda a toda la clase fisgoneando a las señoritas del alterne con la excusa de asistir a una manifestación del Frente de Juventudes por la españolidad de Gibraltar. La sociedad coruñesa que desembocaba en la riada burlesca del Papagayo estaba más cerca de la sal gorda de Berlanga y Fellini que del sórdido drama de Passolini.

"La gente común, la mayoría, venía al Papagayo por el cachondeo, más que por el sexo. Después de que dejaras a la chavala en casa, a las 10, no había otro sitio al que ir. Las mujeres eran siempre las mismas y llevaban aquí toda la vida. Todo el mundo se conocía, era un ambiente familiar, de confianza", recuerda Jesús Pardiñas, propietario de uno de los mejores mesones de la célebre calle San José, que se crió desde los 9 años en el Papagayo, donde sus padres regentaban uno de los locales.

"El ambiente más simpático estaba en el Canosa, donde oficiaban Pamela y Julito, que hacían unos números impresionantes de cante y baile -rememora Pardiñas-. Todo el mundo recuerda cómo cerraba Julito el cajón al cobrarte, con un pícaro toque de culo. Después, lo que era propiamente el ambiente de sexo, tenía que ver casi exclusivamente con los marineros. Había mucha pesca y atracaban continuamente flotas de americanos, franceses, ingleses. Había unos alemanes de un remolcador que no salían de allí. Recuerdo a un tal capitán Martin, que venía con sus hombres a las 3 de la tarde, mi madre les tiraba las llaves por la ventana y abrían ellos mismos el bar. Se sentaban en una mesa y se ponían a ventilar cervezas hasta las 12 de la noche. Diez cajas. Para ellos, era una calderilla. Cuando el puerto era una mina, porque mantenía a la ciudad, se quiera o no, las mujeres trabajaban mucho. Conocí a un marinero que después fue patrón de pesca y que con 15 años, cuando salía a pescar con su padre, cobraba lo que llamaban A chona, cuatro o cinco mil pesetas del año 68 a la semana, que era una fortuna. ¿Y dónde las gastaba? En el Papagayo. Y como él, todos los marineros".

Por la Babilonia coruñesa desfilaron personajes legendarios como Marilyn la del boxeador, que fue la chica de Moncho Casal, campeón de España durante dos o tres años. "Muchos decían que si Casal, que disputó en vano varias veces el campeonato de Europa de boxeo a Manolo Calvo, que era amigo mío al igual que Moncho, no había llegado a más era porque estaba con Marilyn, pero quien precisamente lo frenaba era ella", señala Jesús Pardiñas.

La fotógrafa Maribel Longueira realizó durante meses un asombroso trabajo artístico que rescató para la historia las últimas huellas del histórico lupanar coruñés demolido en 2002 para edificar una urbanización de lujo. Antes de la irrupción de las excavadoras que borraron todo vestigio de esos vericuetos del malvivir, Longueira captó con su cámara las fantasmales vivencias de dos generaciones que desvelan desde las ruinas tanta historia de la ciudad como cualquier museo. Las imágenes de Maribel Longueira consiguieron atrapar retazos de un tiempo perdido que nadie se molestó en registrar, como el que ilustra este reportaje, en el que se retrata entre los cascotes del derribo un extravagante mural que decoraba una de las casas de citas que colindaba con la Casa del Cura, quizás una de las que frecuentó Cela. / S. R.