-"Como no he tenido hijos, lo más importante que me ha sucedido en la vida son mis muertos".

-Así empieza el libro y es una verdad como un templo. Esa reflexión coincide con la muerte de mi marido (el escritor y periodista Pablo Lizcano) y el acercamiento a mis 60 años. Un momento así es como para replantearte las cosas esenciales, y esa es una de ellas. De joven nunca quise tener hijos y, ya con Pablo, a los 37 años, lo intenté, no salió y no quise complicarme con inseminación artificial.

-¿Por qué ese impudor ahora?

-Es un libro muy pudoroso, e incluso hubo quien me lo echó en cara porque esperaba un libro de duelo. No es un libro testimonial, trato de que sea el duelo de todos. Algunos quisieran que Pablo estuviese de forma desgarrada pero no es mi manera, no me gusta.

-Tampoco le gustaba la gente que explota a sus muertos, como Eric Clapton o Isabel Allende.

-Antes, no me gustaba nada. Luego he ido comprendiendo que cada uno hace lo que puede. En realidad, la escritura, y el arte en general, es un intento de trasmutar el dolor en belleza.

-Al morir su marido, hizo tábula rasa: cambió de casa, retapizó su butaca...

-Me puse en plan Terminator pero no se lo aconsejo a nadie. No aconsejo nada, que cada cual haga lo que quiera. Yo hice lo que creí que debía hacer. No hay nada escrito, el duelo es larguísimo y hay que tomárselo con calma.

-En cierto modo, su editora le puso en bandeja este libro.

-Son las casualidades de la vida. Elena Ramírez, mi editora, me dio un brevísimo diario que Marie Curie escribió a la muerte de Pierre, su marido, y quería que yo hiciese un prólogo, pero en cuanto lo leí me estalló en la cabeza otra cosa y pensé que todas esas reflexiones que me hacía podían rebotar en ese personaje fascinante. Pero no es un libro sobre el duelo, es sobre la vida.

-¿Nostalgia del periodismo?

-Ninguna. Si quisiera hacer entrevistas o reportajes, los haría; al contrario, he tenido que decir mil veces que no. Empecé con 19 años, tengo 62 y ya hice mucho periodismo. La vida pasa y el tiempo que me queda lo quiero dedicar a cosas que me interesen más: leer, escribir, estar con mis amigos, aprender a hacer otras cosas. Quiero hacer algo distinto.

-¿Y sus famosas entrevistas?

-Acabé agotada de ellas.

-¿Cuál fue la última?

-¿Cuál pudo ser? Pues no lo sé.

-¿La más desagradable?

-Arafat me pareció un monstruo detestable. La hice antes de que volviera a los territorios ocupados y fue horrible. Yo era muy propalestina entonces; ahora sigo siéndolo, pero con muchos matices. Me quedé aterrada, me vi ante un monstruo de la historia como Stalin.

-¿Cree que fue benévola con Jomeini? Hace poco se disculpó.

-No me disculpé, reconocí que había sido benévola con él y aún así me pusieron a parir. Me pareció un monstruo. ¿Cómo no me iba a parecer un monstruo si me tuve que tapar la cabeza hasta las cejas y tumbarme porque no podía estar por encima de él y él era un viejo pequeñísimo y estaba sentado en el suelo? Es la entrevista más ridícula que hice en mi vida, tirada en el suelo. Era en 1979, entonces Jomeini significaba 'la revolución' y recibí miles de protestas de progres. Me pareció un horror de tío, pero tenía que haberlo dejado más claro todavía.

-¿Quién le divirtió más?

-Más que divertirme algunos me fascinaron, como Muhamed Yunis, el banquero de los microcréditos. Maravilloso: era como estar ante uno de los genios buenos de la historia; como Gandhi o Mandela.

-Hay que enfrentarse al entrevistado con empatía, dice usted.

-Con total empatía para entender dónde está. El tipo de entrevistas que yo hacía se parecía mucho a una sesión de psicoanálisis. No estás para juzgar, estás para entender, para intentar saber cómo ve el mundo esa persona. Es lo que más me ha interesado: meterme un ratito en su cabeza. Sin rehuir las preguntas jodidas, claro. Con ciertos personajes puedes cultivar el enfrentamiento pero a mí la que más me gusta es la vía empática porque baja las defensas y se le ve mejor.

-¿Era dura?

-Trataba de ser justa aunque subjetiva y siempre daba mi impresión. Pero siempre enfriaba la entrevista: si me había caído fatal el personaje, bajaba dos puntos ese juicio y, si me había caído bien, hacía lo mismo porque me podía haber vendido la burra. Siempre enfriaba el nivel emocional: ni entregarse de patas a alguien que te haya fascinado -a no ser que lo digas- ni decir que es horrible, porque a lo mejor tenía un mal día. O tú.