"Siento simpatía y preferencia por La Coruña", declaraba Azaña el 18 de septiembre de 1932, en agradecimiento al homenaje que se le tributaba ese día en el hotel Atlántic de la ciudad al entonces presidente del Gobierno de la República y a su ministro coruñés Santiago Casares Quiroga. En esa ocasión, el político recordó un hecho trascendente: su obra Apelación a la República se había impreso, de forma clandestina, en la capital gallega. "Aquí soñé y aquí vine a trabajar por la República cuando todavía éramos pocos los que soñábamos y trabajábamos por un ideal", rememoraba.

Manuel Azaña, del que se cumplen 75 años de su muerte en el exilio del mediodía francés de Montauban, hizo cuatro viajes a A Coruña, de los que dejó constancia en sus memorias y en las cartas recogidas por su cuñado y amigo Cipriano Rivas Cherif.

Los motivos de los viajes fueron varios y de todos dejó muestras de su fina capacidad de observación y de reflexión, tanto sobre los paisajes como sobre la organización social. La primera vez, en 1918, vino con Rivas Cherif en viaje turístico. Las dos siguientes, en 1924 y 1927, como miembro de un tribunal de oposiciones a Notarías; la cuarta, acompañado de su mujer, en 1932, ya como presidente del Gobierno, y la ciudad se echó a la calle para recibirlos, y en 1934, estando en la oposición, tras haber dimitido poco antes, para dar un mitin en la plaza de toros que resultaría multitudinario.

"Indudablemente, Andalucía es un país calumniado. Aquí se vive en juerga continua", escribe desde A Coruña a Rivas. Y da esta explicación: "Los gallegos envían a América la cuarta parte de su población, para que trabaje. Hay un millón de gallegos en América. Cada trasatlántico trae quinientos o seiscientos giros y unos cuantos repatriados con dinero. Todo eso se reparte mucho, y a diversificarse toca. Los muy pobres se dedican a poner pleitos a los ricos, y sacan algo. Los demás son canónigos, notarios o arqueólogos locales. Y como todo está verde, gracias a que llueve, desprecian a los de la meseta; o los tienen un poco en lástima porque no hablan gallego".

De ruta turística con Rivas, camino a Compostela en coche de línea, en 1918, anota: "En todo el camino no se ve ni una sola casa de campo, quinta, habitación o lo que sea que denote bienestar, holgura, limpieza: no hay más que las viviendas de los esclavos". Atosigados por unos pedigüeños en Ordes, concluye: "No he visto mendigos tan mendigos como los gallegos". O al contemplar Santiago se pregunta "¿Qué hace el Renacimiento en esta Compostela lúgubre y atormentada?"

En Arousa observa "la dificultad de reducir a un orden el paisaje. Todo aparece disperso, como las viviendas", señala. En Vigo le sorprenden los costosos edificios públicos "obra de la protección caciquil", y la belleza de Cangas le parece "un escenario de Campos Elíseos habitado por pobres".

"¿Por qué se habla tan poco de Galicia?", se interroga. "Aislamiento de las cuatro provincias. Parecen un coto adonde van a veranear unos políticos (cosa suya), y en el que, ya se sabe, nadie tiene que intervenir".

Cuando volvió a A Coruña, en 1924, ya metido de lleno en la política, Azaña se hospedó de nuevo en el hotel Palace, frente al Obelisco, pero esta vez lo alojaron en una mansarda, cosa que no fue de su entero agrado, a tenor de lo que dejó escrito: "Al enterarse por las visitas que recibo de lo importante que soy [el hotelero] me ha trasladado de cuarto y subido el precio bruscamente a 25 pesetas".

Sin embargo, le llama poderosamente la atención algo típicamente local: "Poseo una habitación con mirador sobre el mar, cuarto de baño y retrete en el mirador, que es una idea delicada para la atracción de forasteros", relata: "Estos gallegos son el diablo".

En pleno agosto (1932), se queja de que "llueve sin avisar". "Aquí el veraneo carece de distinción", lamenta, porque "algunas damas se bañan con una precauciones de franela verdaderamente increíbles".

Cuando acude al Sporting Club Park con su mujer, expresa su irritación por "la ridiculez de la denominación". También hace excursiones por los alrededores y visita a su amigo y correligionario Ramón Tenreiro en su casa de Pontedeume. Es un viaje inolvidable para Azaña, que lo describe con ingenio:

"¡Cómo transportan a los gallegos, en su propia tierra!", exclama. "En mi departamento, capaz para ocho personas, íbamos exactamente diez y ocho" y en cada estación se iban sumando otros más. Gentío, cantos, bailes y ruido atronador en el vagón, pese a lo cual, anota, "no hubo incidentes en el viaje, salvo el de un viejo que quería mear, y como las paradas eran cortas, tuvo que hacerlo por ventanilla".

Los hermanos Tenreiro lo esperaban en la estación para conducirlo en coche a su casa: "Allí empieza otra Galicia; una meseta selvática, bastante desolada, la Galicia nórdica, una Galicia muy diferente a las Rías Bajas", reflexiona tras contemplar la vista que se le ofrece desde La Magdalena, con el mar, Ferrol y Betanzos a sus pies y A Coruña al fondo, la ciudad que le recibió y homenajeó en presencia de Franco, la autoridad militar, que dos años después daría el golpe que le llevaría al él exilio.