No es extraño que ante la defunción de un personaje público, sea del ámbito que sea, le lluevan loas y alabanzas. Más sorprendente es que el fallecimiento del líder de la que se consideró la banda que tocaba más rápido y más duro del mundo ocupe portadas en la prensa internacional. Porque el grupo en cuestión, Motörhead, y el músico en cuestión, Lemmy Kilmister, nunca llenaron estadios, ni provocaron colapsos en la venta de entradas ante una gira, aunque sí es cierto que en los primeros años de la década de los ochenta gozaron de un gran éxito comercial y su amplia minoría de seguidores nunca les dio la espalda. ¿Dónde radica, pues, la relevancia de este personaje?

En un show bussiness copado por figuras asépticas e ídolos prefabricados, este veterano rockero representaba un oasis de autenticidad cafre, siempre con la lengua afilada y un titular a punto para los periodistas. Además de un carisma salvaje y de una estética intransferible, Kilmister gozaba de un ingenio brillante y feroz, totalmente británico, entre punk y montyphytoniano, que favoreció su dominio de los medios de comunicación. La indivisibilidad entre la persona y el personaje otorgó al músico el título de leyenda en vida, más allá de sus méritos artísticos. Ni el más maquiavélico de los publicistas habría podido crear lo que Lemmy construyó a base de sinceridad, sentido del humor y un constante respeto por sí mismo y sus fans. Sus sombreros confederados, su cruz de hierro al cuello, su descacharrante selección de sobradas -que darían para una enciclopedia-, su insobornabilidad artística y su apego cerril por la forma de vida que él mismo eligió y llevó a las últimas consecuencias, hicieron que el mundo viera en él a uno de los últimos héroes románticos.

Posiblemente el propio Lemmy rechazaría esta idea por pretenciosa, o haría algún comentario jocoso al respecto antes de encenderse un cigarrillo y sorber un trago de Jack Daniels con cola, pero no cabe duda de que su actitud vital lo acerca más al pirata de Espronceda que a cualquier decadente estrellón pop. Por muy infantil que suene, para mucha gente representaba a un fuera de la ley que siempre hacía lo que le venía en gana, que llevaba su carrera como le dictaba su conciencia sin importarle lo más mínimo las consecuencias comerciales y que, conscientemente, se negaba a cambiar de estilo de vida pese a verle las orejas al lobo en varias ocasiones.

Especialmente emocionante era su determinación de no abandonar los escenarios mientras le fuese físicamente posible. Su actual batería Mickey Dee mencionó la pasada semana lo increíble que le había parecido que un muy enfermo Lemmy fuese capaz de terminar su última gira europea. Más allá de las anécdotas pasadas de vueltas, de los excesos y de una música atronadora que lleva deleitando a varias generaciones de rockeros, Kilmister permanecerá como una pequeña muestra de pintoresca verdad en un mundo en el que, cada vez más, lo que importa es la apariencia. En términos estrictamente musicales, la importancia de Lemmy y su banda es incuestionable. Prácticamente él solo, abrió una nueva veta en el rock -una suerte de hard rock aceleradísimo con patrones rítmicos heredados del rock clásico de los años cincuenta- que derivó en los sonidos más extremos de los ochenta. Sólo por citar dos ejemplos, ni el Thrash Metal de Metallica ni el Black Metal de Venom existirían sin la influencia de los primeros cuatro trabajos de Motörhead. Pero no son solo estos méritos los que otorgaron tal nivel de popularidad universal a la figura de Kilmister. Porque en el mundillo del rock siempre se tuvo un reverencial respeto por Lemmy. Era una presencia constante en la prensa especializada y era bien sabido su pasado como ayudante de Pink Floyd y The Jimi Hendrix Experience, su paso por Hawkwind y su estrecha relación con la escena punk. Con un pie entre los punks y otro entre los heavies, pese a que el músico siempre definió su proyecto como rock and roll sin más etiquetas, desarrolló una carrera de más de cuarenta años, con una única parada en la ciudad, en el Coliseum, en 2011.

Poco a poco se fue labrando un prestigio y una imagen que, progresivamente, trascendía cada vez más ámbitos. La formación clásica de Motörhead, que completaban el guitarrista Eddie Clarke y el batería Phil Taylor, convenientemente apodado Animal, se encargó de forma inconsciente pero concienzuda de labrarse una imagen de forajidos, de grupo peligroso que si bien no buscaba pelea tampoco hacía nada por evitarla. Hasta en apariencia tenían más que ver con la banda de Liberty Valance que con un trío musical. El símil del antiguo Oeste no es casual, ya que en la portada de su disco más célebre, Ace of Spades (1980), aparecían caracterizados como protagonistas de un filme de Sergio Leone. Precisamente es lo que evocan los viejos westerns, la libertad salvaje, la ausencia de normas y el valor de labrarse un camino propio contra la adversidad, lo que ha hecho de Lemmy y su música un icono tan anacrónico como necesario para mucha gente.