Ayer se celebró San Valentín y se dibujaron quizá miles de millones de corazones en todo el mundo. Como tantas otras fiestas nuestras, que nacieron para celebrar la vida, fueron sacralizadas por los dioses de nuestros ancestros y bautizadas por el monoteísmo para acabar mercantilizadas por nuestro nuevo Dios, hoy hegemónico, que es el mercado, ese becerro de oro cuyo rito más principal y compulsivo es el consumo desaforado. Aquí acaban casi siempre nuestras más tradicionales conmemoraciones. Con todo, siempre permanece por debajo de nuestras religiones sucesivas ese valor primigenio que nos conduce a la fiesta. En San Valentín ese valor es el misterio humano del amor, fuente de la dicha y de la misma vida. Sin embargo este 2016 se inicia nefasto y muy cruento por la acumulación de crímenes del bien considerado terrorismo de género que, además, no es más que la punta del iceberg de la violencia machista que está vigente en nuestras relaciones interpersonales, en nuestras propias familias desde la más tierna juventud y en todos los extractos sociales. Quizá no haya hoy otro comportamiento vil más extendido y enraizado en las entrañas de nuestra cultura personal y colectiva. El último programa de Jordi Évole, Salvados, lo sacaba a flote con incuestionable contundencia y lucidez la semana pasada. Por debajo y por detrás de los crímenes y de la sangre están nuestras convicciones y conceptos, nuestros comportamientos y actitudes personales y sociales canallescos, que hacen posibles y frecuentes esos crímenes. En nuestro país fracasa la Justicia y la protección social y pública a las víctimas, aun reconociendo avances en ello con respecto a tiempos de mayor invisibilidad e impunidad, pero el mayor fracaso se produce en la tarea política y social de la educación, la información y la comunicación, como lo demuestra el hecho de la empecinada vigencia del mal trato y del machismo en las generaciones más jóvenes, donde persiste su carta de normalidad. Se hecha de menos aquella Educación para la ciudadanía que podría tener como eje central la lucha contra esta lacra. Mientras tanto deberíamos dibujar los corazones de San Valentín con un lazo negro.