Juan Mayorga (Madrid, 1965) es el dramaturgo más importante del momento. Y lo es de manera objetiva; todos los premios posibles lo avalan: el Nacional de Teatro, el Nacional de Literatura Dramática, el Valle-Inclán, unos cuantos Max... y acaba de recibir el Premio Europa de Realidades Teatrales, un galardón que concede un jurado de más de 300 expertos internacionales que preside el exministro de Cultura francés Jack Lang.

-Usted tiene mucho predicamento en Europa.

-Desde el año 2000, en que se estrenó en Zagreb (Croacia) Cartas de amor a Stalin y tuve la ocasión de escuchar por primera vez en un idioma distinto que aquel en que yo había escrito una obra, es cierto que mis textos sí han tenido una presencia modesta, aunque constante, en escenarios europeos. Así que sí, siento que el escenario europeo es también mi comunidad. De algún modo es hermoso que se produzca esta señal de respeto. Es así como entiendo esto del premio. Siempre lo digo, y no es retórica, un premio es una exigencia para tu trabajo futuro, más que un reconocimiento por tu trabajo pasado.

-Entró en el teatro por una puerta singular.

-Mi primer oficio en el teatro ha sido el de espectador. Ocurre que siendo yo un muchacho que escribía, que intentaba la poesía y la narrativa, en un momento dado, en plena adolescencia, me encontré como espectador con el teatro. El teatro me enamoró, me fascinó y, de algún modo, de forma natural, llegó un momento en que imaginando una ficción sentí que debía entregársela al teatro. Me refiero al momento en que tuve una imagen de unos hombres que eran miembros de un país en el exilio y que se reunían en un sótano cada viernes. Esto es el embrión de Siete hombres buenos y eso es lo que, con todas mis torpezas, intenté llevar adelante como texto teatral.

-Cuando empezó, la queja generalizada era que no había autores españoles. Ahora eso no sucede. ¿Tiene algo que ver con usted?

-En general, lo que había era un desaliento, una desconfianza en torno al teatro y había voces que afirmaban que si tenías talento podías entregarlo a otros mundos que no estaban sobre la escena. En aquellos días, no parecía brillar el mundo del teatro ni tampoco atraer el talento. Y eso es algo que se ha invertido decisivamente. Ahora mismo algo que percibimos es que gente de talento cree que el teatro es un lugar privilegiado para compartir experiencia, para pensar el mundo, para representar las experiencias más diversas, para explorar lenguajes. Es cierto que cuando empecé pocos creíamos en esto. Yo, desde luego, era uno de ellos. Siempre he pensado que el teatro es un arte de futuro, de forma un tanto enfática digo más: que es el arte del futuro. Siempre sentí que el teatro era un lugar muy hospitalario para un escritor como yo, para alguien que quisiese relacionarse con el mundo a través de ficciones que unos actores encarnarían.

-Los productores, hasta hace cuatro días, siempre han tirado más de los éxitos de Broadway o el West End que de autores españoles.

-Claro, claro. Sin duda había una desconfianza hacia el autor propio. Se tendía a poner en escena obras probadas bien por la tradición, bien en otros países. Es cierto que hay autores españoles que tienen una voz propia y que son escuchados por gentes que los esperan. No debemos incurrir en la complacencia, debemos estar siempre insatisfechos. Le estoy hablando desde Madrid y le recuerdo que en esta ciudad han hecho teatro, entre otros, Lope, Calderón, Lorca o Valle. Simplemente estos cuatro nombres nos deberían dar vértigo y deberían inhibir cualquier euforia. Debemos ser humildes y, al mismo tiempo, más ambiciosos. Dicho esto, hay muchos lenguajes a explorar que no han sido presentadas en los escenarios. Hay, desde luego, mayor diversidad de la que hubo hace años.

-¿Después de Buero, usted?

-Respecto de Buero siento el mayor de los respetos. En mi adolescencia leí Historia de una escalera en aquella colección RTV que hubo en tantos hogares españoles. Me impactó su capacidad de mirada y escucha. Si pienso en él con perspectiva, en Buero, pienso que fue un hombre que respetó a la sociedad, que no se conformó en escribir teatro de entretenimiento. Quiso poner a su sociedad ante asuntos mayores. ¿Cuál es mi lugar en la historia del teatro de los últimos años? Pues la verdad, no tengo perspectivas. Creo que son las gentes con alguna distancia los que pueden contestar tu pregunta. En todo caso, lo que me hace a mí feliz es ver que textos míos sirven para convocar reuniones. El teatro me da la ocasión de conversar con el mundo y de pelear para procurar sus representaciones. Hacemos teatro con aquello que no podemos resolver, ponemos en escena aquello que nos inquieta.

-Le han traducido a veintitrés idiomas.

-No llevo la cuenta, pero quizá haya alguno más. Últimamente, se tradujo El chico de la última fila al chino y siguen llegándome traducciones. Cinco de mis piezas se han puesto en escena en Corea, que es un lugar al que nunca hubiera esperado llegar. La verdad es que todo esto también me alegra. Por lo mismo que le decía antes: que unos actores hayan elegido un texto mío para reunirse y que luego hayan abierto la reunión a los espectadores.

-¿Las traducciones condicionan su escritura?

-Esa es una buena pregunta. Debo decir que el espectador está en el texto en el momento mismo en que empiezas a imaginarlo. Según mi experiencia, cuando escribes un texto para el teatro anticipas su representación. En este sentido es verdad, aunque sea de un modo fantasmal, que uno tiene en la cabeza una comunidad cuando está escribiendo. Es cierto que últimamente la comunidad se ha ido extendiendo en mi cabeza. El espectador que está entre líneas en mis textos puede estar ahora en cualquier sitio del mundo.