El día que se descubra quién grabó y cómo al ministro del Interior en plena conspiración, se conocerá cómo se produjo semejante fallo en la seguridad dentro del mismísimo ministerio, quién fue la mano ejecutora de la violación de esa seguridad e incluso puede llegar a establecerse la autoría intelectual de la maniobra: quién la dirigió y con qué fines. Se ventilarían entonces las responsabilidades políticas y las penales si a ellas hubiese lugar. De momento es esto lo que únicamente se está buscando desde el Gobierno, como si esta fuese la única posible trasgresión de la ley, del funcionamiento democrático de las instituciones y del comportamiento ético y honorable exigible a todos y a los cargos públicos muy especialmente. Una vez culminada esta investigación mínima se pretende dar carpetazo al asunto, olvidando el contenido impresentable, probablemente delictivo y a todas luces antidemocrático de las deleznables conversaciones.

Estos hechos y la reacción política de las autoridades ante ellos dan muestra de la baja calidad de nuestra democracia, que ha llegado a deteriorase hasta el punto de que no solo se producen actuaciones ignominiosas y delictivas en la gestión política, sino que estas no tienen consecuencia alguna ni penal ni política o tienen la mínima, dando cuenta del grado de corrupción de la política a que hemos llegado en nuestro país.

En un país democrático normal la consecuencia de un acontecimiento así sería muy otra. En primer lugar, se produciría de inmediato la dimisión o el cese del ministro que asumiría así su responsabilidad política muerto de vergüenza y, al día siguiente, su sucesor abriría una investigación sobre los dos principales aspectos del asunto al mismo tiempo, a saber: sobre el fallo en la seguridad y sobre el contenido, significado y alcance de las siniestras conversaciones. En segundo lugar, sería la autoridad política misma la que denunciaría lo sucedido ante la Justicia para que se dirimiesen las posibles responsabilidades penales. Pero esto no ha sucedido y estamos haciendo saltar por los aires el Estado de Derecho y la legitimidad democrática de los que dicen representarnos. Aunque los sigamos votando.