La Constitución del 78 ha servido para integrar y armonizar a prácticamente todas las fuerzas políticas en un proyecto común, como fue la salida pacífica de la dictadura y el establecimiento de la democracia. Esta fue la base del consenso que hizo posible la transición. Aquello se consideró un éxito o un acierto sin precedentes y se articuló un modelo de ejercicio del poder de carácter bipartidista que garantizaba la alternancia en el machito, al tiempo que consagraba la Constitución misma. Efectivamente, la Constitución se consagró, se sacralizó, se hizo sagrada y cualquier intento de tocarla devino en profanación o en sacrilegio. Fluía la vida, corrían desbocados los tiempos, mudaban las generaciones, pero la sagrada Constitución no se movía: hierática, solemne, más lejana cada día del común de los mortales como todo lo sacrosanto. No se negaba, en teoría, la posible necesidad de cambios constitucionales, pero siempre se relegaban al sine die, a un futuro lejano. Nunca era el momento, nunca entraba en la agenda. Y así fue como la Constitución, primero, se encerró como reliquia en una suerte de sancta sanctorum de la política, luego, fue adquiriendo la pátina de lo vetusto y, al final, está pasando de haber integrado y armonizado los intereses y aspiraciones de los ciudadanos a ser pretexto de escisión y enfrentamiento, cuando los sacerdotes de la nueva religión, como casta sagrada, decidieron establecer el artificio maniqueo de la división entre los constitucionalistas, fieles al dogma, y los anticonstitucionalistas, apóstatas y herejes. Artificio que es hoy moneda común en el lenguaje mediático y de la propaganda política. Todo un anatema tridentino que intenta lanzar a las tinieblas exteriores del sistema a aquellos ciudadanos que aspiran, muy legítimamente, a cambios sustanciales en la Constitución, a que sea la gran Carta Magna siempre in fieri y a bajarla de la peana de lo sagrado para que sirva a la regeneración y maduración de la democracia.

Parece evidente que la laicidad o el laicismo es en nuestro país una asignatura pendiente, no ya en el tratamiento de lo religioso y lo confesional, sino incluso en la asunción de lo meramente civil.