Dos hermanos de Chantada, Xavier y Paulo, han decidido apostatar pero llevan tres años sin conseguirlo, debido a las trabas, subterfugios y obstáculos burocráticos que el Obispado de Lugo les pone. Ahora que lo han hecho público, seguramente se les agilizará la cosa. Apostatar es abandonar formal y públicamente una organización religiosa, pero, así como todos los que apostatan abandonan, en este caso, la Iglesia católica, no todos los que hacen esto apostatan. Se apostata principalmente por razones de conciencia o por evitar que nuestros datos sean utilizados estadísticamente por la Iglesia para sus fines o incluso su financiación. Pero la Iglesia no borra esos datos de sus libros, acogiéndose a una penosa sentencia del Constitucional que considera éstos como un "registro privado", sino que simplemente adjunta una nota de apostasía en el apuntamiento del bautismo del apóstata. Sin embargo la mayoría de los que abandonan la Iglesia, no apostatan formalmente por múltiples razones: por pereza al no soportar los recovecos burocráticos con que la Iglesia disuade, por no disgustar a la abuela, tan piadosa, o por considerar que la formalización de la apostasía es un reconocimiento de la autoridad de la Iglesia, que uno no está dispuesto a reconocer sobre uno. La actitud obstruccionista de la burocracia eclesiástica a la libertad de conciencia es un síntoma más del viejo sectarismo en la jerarquía católica y, de hecho, muchos católicos, que repudian estos comportamientos sectarios, están optando por no bautizar a sus niños para no condicionar irresponsablemente sus decisiones de adultos en el futuro, aún sin renunciar a transmitirles sus creencias pero, eso sí, en plenas condiciones de libertad.

Esto no quiere decir que no haya que valorar positivamente la aportación administrativa de la Iglesia católica en el pasado cuando no existía administración civil. Ahí está la valiosa documentación que se aporta, por ejemplo, al estudio de la historia. Pero hoy, la administración es civil y debe ser la única vigente. Y hoy, apostatando o no, la Iglesia pierde adeptos aceleradamente, fenómeno al que no es ajeno el sectarismo recalcitrante de su jerarquía.