Andrés Cepadas

Cuando me dices, querida Laila, que odias el fútbol, creo entender que tu rechazo se refiere al enorme tinglado que se ha montado en torno a este deporte más que al juego en sí mismo. Porque el fútbol puede resultar muy divertido, emocionante e incluso educativo, en cuanto que mero juego de equipos, que luchan por lograr un determinado resultado a través del esfuerzo físico, la habilidad, las combinaciones estratégicas y tácticas de dos escuadras de jugadores, en sana competencia y buena lid. Todo para el cultivo físico y mental de los deportistas y para el divertimento de los espectadores. Pero el fútbol actual de alta competición es cosa distinta; utiliza los valores del juego originario, que enganchan al aficionado, y los deturpa por hipertrofia, hasta convertirse en un verdadero monstruo que destruye, devora y corrompe el deporte.

Creo contigo, querida, que el tinglado actual del fútbol no se puede justificar y defender porque suponga en España y en el mundo un enorme volumen de negocio, dado que los resultados crematísticos no lo pueden justificar todo, aunque generen, incluso, puestos de trabajo. El puesto de trabajo o el beneficio no son valores absolutos que lo justifiquen todo. Esta lógica nos llevaría a aceptar social y éticamente cualquier actividad que produjese beneficio sin excepción ni límite alguno. Y además, trabajo y dinero pueden conseguirse con otras actividades y con el deporte mismo.

Es verdad que se mueven millones. Pero ¿para qué fines, con qué resultados sociales, con qué beneficiarios principales, a costa de qué sufrimientos, carencias, prioridades y valores individuales y sociales? Las cifras que se barajan en el fútbol son un insulto soez y obsceno para la modestia de la mayoría de los ciudadanos y para el sentido común. Hoy en día, numerosos clubes de alta competición están en graves dificultades económicas o simplemente en quiebra. Estas sociedades han sido verdaderos sumideros de millones y millones de euros, que salen siempre del mismo sitio: del aficionado, del consumidor o del pelotazo, cuando no del erario público. Han logrado eludir controles y parecen poder superar límites y normas que rigen para otras actividades económicas, bien más necesarias y útiles para la comunidad. Los gestores de estas entidades son, con muchísima frecuencia, personajes grotescos y pintorescos, cuando no atrabiliarios, que sin embargo manejan millones de euros y disponen de vidas y haciendas en la mayor impunidad. Y, por si fuera poco, no es infrecuente la alteración fraudulenta de los propios resultados deportivos con los dopajes, los maletines, las trampas y ventajismos que se defecan en la buena fe, el entusiasmo y la pasión de las aficiones. Si a esto añadimos la violencia individual y social que se genera en torno al fútbol y el hecho reiterado de que la exacerbación de las pasiones y del tribalismo está siendo caldo de cultivo de organizaciones extremistas y fascistas, hemos de concluir que el tinglado del fútbol de alta competición actual tiene muy poco que ver con el juego limpio y mucho con el negocio inconfesable y la patología social.

Ahora son el Deportivo y el Celta los que están en quiebra y ya se oyen voces, interesadas y demagógicas, que reclaman, con aires de extorsión, la ayuda pública para tapar los agujeros de la mala gestión y del despilfarro. Esperemos que las instituciones no caigan en la trampa y dejen a salvo los bienes públicos.

Si Celta y Deportivo tienen que desaparecer o jugar en categorías inferiores no es ninguna tragedia. A Coruña y Vigo saldrán ganando, como ganó Santiago con la purga del truculento Compostela de Caneda. Que se vayan, pues, si lo merecen.

Un beso muy deportivo.

Andrés.