Han resistido y se han hecho fuertes, han sabido encontrar en la adversidad la posibilidad del cambio y muchos han visto nacer y morir a sus fundadores y herederos hasta cambiar de manos, incluso de apellidos. Algunos de los comercios tradicionales que llenan los bajos de la ciudad nacieron como una prueba, como una iniciativa para dejar de ser una cosa y empezar a ser otra. Algunos pasaron de ser una simple casa de cambio a una cadena de joyerías, otros, de vender revólveres y caramelos a zapatería por obra y gracia de un naufragio que llenó de alpargatas lo que ahora es el dique de abrigo y las arcas de la familia Villar, que compraron la mercancía del barco siniestrado en 1933, le quitaron el salitre e hicieron que los coruñeses se subiesen a esos zapatos que no parecían arrancados al mar.

La Federación de Comercio de A Coruña homenajeó ayer a los comerciantes que regentan los negocios más longevos de la provincia, los que han abierto sus puertas al público cada día desde hace ya más de medio siglo. Gana por goleada Azafranes Bernardino, con 209 años de vida y con apenas unos cambios en la estructura de la tienda. "Lo más importante aquí son el pimentón y el azafrán", dice María Paz Vázquez, que lleva 35 años tras el mostrador del negocio más antiguo de la calle Galera y que, cada día, despacha desde un centenar de tipos de especias diferentes a nueces de Macadamia. Dice que es un negocio familiar y no hay cliente que haya pisado alguna vez el suelo de Azafranes Bernardino que no recuerde el olor que impregna la tienda. "No ha cambiado casi nada porque seguimos utilizando las pautas antiguas", dice María Paz, mientras su compañera pone en bolsas de plástico el pedido de una clienta.

Hace 124 años, Francisco López abrió en la calle San Nicolás -ni siquiera sus nietos ni sus bisnietos saben muy bien el porqué- un taller de encuadernación que se mantiene ahora en pie en las manos de la cuarta generación de López que pasa por lo que ahora es una empresa de artes gráficas, aunque no ha renegado de los cimientos sobre los que se ha asentado a lo largo de los años, la encuadernación. En la nave conviven las primeras máquinas de la imprenta con la última tecnología, y es que hubo un tiempo en que hasta las hojas de los libros tenían que ser cortadas a mano y casi una a una; un tiempo en el que no existían las guillotinas para los papeles, pero sí para las personas. Beatriz y Jacobo López han heredado el negocio familiar; aseguran que es un reto y una responsabilidad porque en sus manos están ahora no sólo la historia y el olor de la tinta, sino la posibilidad de hundir o de hacer crecer el negocio para que el testigo lo recoja la quinta generación. Quien no tiene ninguna ilusión porque los venideros recojan su testigo es Antonio Amor, el gerente de las joyerías que llevan su apellido y que nacieron con un primer negocio de cambio de monedas y de compra de oro. "El negocio familiar ya va a estar siempre ahí, tienen que saber que hay otras cosas, porque el comercio ya no es lo que era", declara Amor, que forma ya parte de la quinta generación de joyeros que se formaron en el número 5 de la calle San Nicolás desde 1885 y que se han extendido por diferentes bajos de la ciudad, con y sin el nombre del fundador.

Los que abren las puertas de la joyería Malde lo hacen casi igual que el fundador. "Las molduras, las lámparas y hasta los muebles son los mismos que había en la inauguración de la tienda", relata Óscar Malde, que califica de "visión comercial" el cambio que su tatarabuelo hizo en el negocio familiar en 1903, cuando decidió convertir su casa de cambios en una joyería, pero no en una cualquiera, sino en una que fue proveedora oficial de la casa real y que dejó encargos para las generaciones venideras tan significativos como el trofeo Teresa Herrera. Explica Malde que el peso del apellido es importante a la hora de decidir el futuro, pero cree que su decisión de ponerse al frente del negocio familiar fue correcta: "Al final, te das cuenta de que es el mundo que mejor conoces, que controlas casi desde pequeño y, si el trato con el público te gusta...", no acaba la frase, como sobreentendiendo que el final ya se sabe porque habla desde detrás del mostrador de una joyería que cumple 111 años.

El traspaso de poderes en el Ultramarinos El Riojano se hizo el pasado mes de agosto: Isabel Anidos, tras 20 años trabajando como dependienta en la tienda de su tío, se hizo cargo de este negocio de la calle Orzán que nació de la iniciativa de "un señor que era de La Rioja" hace 113 años como almacén que proveía a las tiendas pequeñas de la ciudad. Con el paso del tiempo y el cambio de dueños -fueron vecinos de A Coruña los que cogieron el traspaso- El Riojano se convirtió en un ultramarinos especializado en la venta de bacalao y donde hoy hay hasta algas al natural.

No siempre el peso del apellido es suficiente para mantener un legado familiar, la pastelería La Gran Antilla cambió de dueños hace cuatro años, pero no de clientela ni de olor. "Al principio era como un ultramarinos, pero en 1912 ya figura como pastelería", explica el dueño del negocio centenario, Emilio Rif.

Droguerías, imprentas, tiendas de zapatos, de golosinas, de joyas y hasta de azafranes superan los cien años de historia en las calles de la ciudad. ¿Y la crisis? "Bueno, ya hubo otras", responden casi automáticamente los que se colocan tras el mostrador o los que reconocen a los que podrían haber sido sus abuelos en series como Cuéntame o Amar en tiempos revueltos.

El presidente de la Federación Provincial del Comercio, Miguel Agromayor, aseguró en la presentación de la gala, en la que también recibirán un reconocimiento las personas e instituciones que, con su trabajo y sus iniciativas, consiguieron mejorar la vida de los comerciantes, que la cantidad recogida entre los participantes se destinaría a la Cocina Económica.