Nació para ser la casa de un comerciante coruñés afincado en Cádiz; para ser la vivienda de un burgués, pero acabó siendo una biblioteca -el único hilo conductor de los antiguos consulados con el día a día de la ciudad- y la sede en la que se instalan cuatro academias, una de ellas, con el título de Real.

Tan poco se acordaba del clima que abrigaba las calles en las que había nacido, que don José Ramos, el acaudalado comerciante que quería tener un palacio en el número 56 de Panaderas -ahora 58-, tuvo que reformar el edificio para cubrir una terraza al estilo andaluz que había proyectado y que los arquitectos le desaconsejaron encarecidamente, por no encontrarla útil en una ciudad tan antagónica a Cádiz como A Coruña.

Corría el año 1780 y este edificio, que iba para casa familiar y se quedó en centro del saber, fue construido al mismo tiempo que la casa número dos de la calle Real, que pertenecía también a otro acaudalado comerciante, Benito Agar, y es que eran años de auge económico, de construcciones sólidas y de hacerse un lugar en el mapa.

Está en el número 58 de la calle Panaderas y, entre sus paredes centenarias conviven ahora cinco instituciones. En la planta baja, la Biblioteca del Real Consulado del Mar, en el primer piso la Real Academia de Belas Artes y, unos escalones más arriba, las academias de Jurisprudencia, del Audiovisual y de Gastronomía, que se acaba de mudar definitivamente al edificio.

Ya en 1785, antes de que Balmis zarpase y pusiese freno a la viruela en América, más o menos, cuando por las calles de A Coruña daban sus últimos pasos los Séculos Escuros, se realizaron las primeras reuniones en este inmueble que, para entonces, estaba alquilado y acogía el germen de lo que, más tarde, sería la Real Casa del Consulado del Mar.

Su fachada de puertas, ventanas y barandillas verdes está coronada por un reloj que todavía funciona y que sirvió de guía a decenas de generaciones criadas en el entorno de la calle Panaderas. No estaba en el proyecto original, pero el tiempo le hizo un lugar en el edificio y, como las obras de arte y los secretos que encierra, sigue ahí, como un testigo más del paso del tiempo en la calle Panaderas.

El rey de España se preocupa -a finales del año 1785- por que el todavía sin fundar Consulado del Mar de A Coruña tenga en la ciudad una "casa cómoda" en la que guarecerse y crecer y es por ello por lo que decide alquilar el deshabitado palacete de José Ramos, que nunca llegó a estrenar.

Fue, nada menos que durante dos de las fechas más señaladas del año, Nochebuena y Fin de año, cuando se celebraron las reuniones previas a la instalación del Consulado en A Coruña. Sólo hombres firman como asistentes a estas juntas de las que salieron las directrices por las que se había de regir la institución, así como el pago del alquiler del edificio.

Unos días después de estos primeros comités llegó el Consulado y, con él, sus nuevas ideas, sus ansias de mostrar lo aprendido en otras latitudes, de investigar lo propio y lo ajeno y con su manera de entender el mundo, con una mirada abierta de esas que tienen un ojo en el mar y el otro en los libros de historia huérfanos de tapas y de dueños.

Antes de que se cumpliese una década de implantación del Consulado en la ciudad, la institución compró la casa que José Ramos nunca habitó y la hizo suya y la abrió de par en par a los ciudadanos que, en ella, resolvían problemas de todas clases, como la mejora de la calidad de ciertas semillas o el precio que tenían que pagar por un nuevo producto introducido en el mercado.

Ya en octubre de 1793, cuando el Consulado se hizo con el edificio y el siglo XVIII llegaba a su fin, la institución tenía una capilla en la planta baja; una instalación que, durante años, tuvo imágenes como la Inmaculada del escultor Ferreiro -con su retablo de madera incluido-, que ahora luce en la iglesia de San Jorge y que esta semana está en el altar mayor porque la congregación celebra la novena de la Virgen, y adquirió también los acetres, el atril de plata y la imagen de San Roque que guarda ahora la iglesia de Santa Lucía.

Y el día a día del edificio no era como el de ahora; en los pisos superiores había salas de reuniones que se prestaban a instituciones que, en su momento, llegaron a ser más que representativos en la ciudad, como el Hospital de Caridad y, en las plantas bajas se instalaban las dependencias del Consulado y de las instituciones que había creado durante su estancia en A Coruña: la Escuela de Náutica, la Escuela de Dibujo, la Escuela de Comercio y la Escuela de Hilazas, que se nutría con los niños que atendían en el Hospital de Caridad.

Al amparo del Consulado del Mar y de su actividad, el canónigo y economista Pedro Antonio Sánchez -al que ahora el Concello le ha concedido una calle, pero no ha aclarado en qué lugar-, en abril de 1803 le pide al rey Carlos IV que, bajo su responsabilidad, habilite un espacio dedicado a biblioteca pública; la respuesta afirmativa llegará un mes más tarde y, tras tres años de acopio de libros, de documentos y de objetos de valor, Sánchez Vaamonde consigue abrir la biblioteca en 1806. Para entonces, la más antigua de las academias que está ahora en el edificio ni siquiera era un proyecto.

En la segunda planta, donde ahora están las academias galegas de Jurisprudencia, del Audiovisual y de Gastronomía, se abrió al público la biblioteca de la Casa Consulado. Fue un 2 de junio y hasta 300 árboles artificiales -cuentan las actas de fundación- fueron colocados en la calle Panaderas para darle la bienvenida a la que, hoy en día, es la fundación cultural privada más antigua de España.

Funcionó durante 136 años sin descanso; sobrevivió a las guerras, a los cambios de gobierno, a las enfermedades, a las nuevas modas y siguió creciendo. Otras instituciones, como la Escuela de Hilazas tuvo una vida más limitada que la biblioteca y el edificio y se extinguió en pocos años.

Las escuelas de Náutica y de Comercio, sin embargo, han ido cambiando de lugar, de profesores y métodos, pero se han quedado en la ciudad para seguir aleccionando a los jóvenes en el arte de la navegación y del intercambio.

En 1829, se extinguieron por ley los consulados y las instituciones que dependían de ellos tuvieron que pasar a formar parte de patronatos. Hasta entonces, el Consulado ocupaba todas las plantas de esta casa que había nacido como palacete burgués y que acabó acogiendo reuniones de entidades que no gozaban de un espacio propio.

Así fue como, poco a poco, se convirtió en la sede de la Real Academia de Belas Artes; primero celebró sus reuniones, después se quedó, tuvo hasta una sala de exposiciones en la segunda planta y, ahora, invade con sus cuadros, esculturas y premios las paredes y pasillos de este edificio centenario.

"Cuando salimos tarde da un poco de miedo; es un edificio de película al que se le notan no sólo los años de historia, sino que guarda cosas muy antiguas", dice la gerente de la Academia do Audiovisual, Mara González; la suya es la más moderna de las cinco y, sólo dos pisos separan los incunables de los proyectos recién nacidos que, el próximo año, optarán a los premios Mestre Mateo.

Tras el cierre de los consulados, se quedan atrás sus trabajos de elección de semillas, de contacto con las orillas de otros países y, el único vínculo que le queda a la ciudad con aquellos trabajadores que tenían noticias de otros mares, de otras maneras de hacer y de forjar un futuro estaba encerrada en los libros de la biblioteca de la segunda planta. Más de un siglo después, la Guerra Civil trajo a la ciudad cambios; uno de ellos llegó en 1937, cuando el pintor Sotomayor -de ahí el nombre de la plaza que hay frente al edificio- le pidió a Franco que le cediese una parte del edificio del Consulado para convertirlo en Museo Provincial de Belas Artes.

Acabada la contienda y con Franco en el poder, Sotomayor consiguió su espacio y, en 1942 se realizó el traslado de los libros de la biblioteca a los bajos del Ayuntamiento; de donde, recuerda una de las integrantes del patronato de la biblioteca y descendiente del fundador de la institución, María Josefa Sánchez, los documentos volvieron maltratados; algunos de ellos con marcas de agua, porque fueron guardados bajo una gotera. Eso sí, el acuerdo con la dictadura explicita que la biblioteca ha de mantener una planta en el edificio construido en el siglo XVIII.

La institución estuvo cerrada cinco años, hasta 1947; en ese tiempo, los técnicos que hicieron el traslado se encargaron de llevar las estanterías -de maderas nobles y cristales soplados; aquellas que habían llegado desde ultramar y que artesanos de Santiago montaron en la Casa Consulado- a la planta baja, donde se encuentran en la actualidad.

Tuvieron que adaptarlas al nuevo espacio y hacer que los documentos se amoldasen a su nuevo hogar. Recuerda Sánchez que, la reinauguración fue en 1947 y que todo el traslado de los libros tuvo que hacerse en dos semanas, porque Franco tenía prisa por volver a abrir las puertas de la institución al público. Los muebles que pertenecieron a Juana de Vega tuvieron que hacerse un nuevo hueco y el Museo de Belas Artes se hizo con el espacio que entonces ocupaban.

Como en una partida de Risk, los gobiernos empezaron a jugar con los espacios del edificio y, lo que unos consideran una etapa amarga, para otros es su edad dorada. "No me canso de pedir que nos devuelvan la planta de arriba", dice Goicoa, que ha optado por la digitalización de los contenidos de la academia para que sus fondos puedan ser consultados sin necesidad de poner un pie en la calle Panaderas. "No los puedes tocar, pero los puedes ver", resume el académico Ángel Luis Hueso que anhela también aquellos tiempos en los que las obras se podían tener al alcance de la mano.

"Ahora puedes consultarlas si lo solicitas", dice Hueso y se afana en mostrar todos los secretos que esconde la academia en sus planisferios y que guarda tras sus vitrinas, como platosde Sargadelos que, ni siquiera Isaac Díaz Pardo recordaba -y es que hay piezas de loza únicas en el mundo tras las vitrinas del primer piso- y litografías para reproducir las partituras de melodías que primero fueron poesía y ahora son historia, como Negra sombra.

Desde la parte más alta de las escaleras, el hueco deja ver una estructura cuadrada; a un lado, un cuadro sobre el viaje que, en 1520 hizo Carlos I, para coronarse en Flandes como emperador; frente a él cuelgan obras premiadas en las ediciones bienales del Salón de Outono que organiza la Academia de Belas Artes y, unos pasos más arriba, en los descansillos, las vidrieras de colores que reproducen el escudo de A Coruña, con la Torre de Hércules en gris y las siete conchas en un dorado como el de los grabados que encierra el facsímil de la biblia Kennicott que guarda la academia en una de sus vitrinas.

Como la Guerra Civil, el nuevo milenio trajo también cambios en el edificio del Consulado, el más importante: el que entregaba la gestión de la casa al Ayuntamiento. Con la apertura del Museo de Belas Artes en Zalaeta y el cambio de manos del inmueble, su estructura varió y, lo que primero había sido la biblioteca y después una sala de exposiciones, pasó a ser lo que ahora es: un lugar de techos altísimos, con las paredes pintadas de colores y grandes mesas y alfombras donde comparten espacio las academias de Jurisprudencia, Gastronomía y Audiovisual.

Espacio es lo que reclaman las instituciones de los pisos inferiores porque su patrimonio se incrementa con legados que reciben y con donaciones, además de con compras y las dependencias que les han dejado, aseguran, se les han quedado pequeñas.

La biblioteca del Consulado acometió una reforma para ampliar su archivo de libros, pero las filtraciones de agua y que sea un espacio compartido con otras instituciones hace que la nueva habitación sea inservible para el estudio o el almacenaje de documentos antiguos en mesas heredadas y es que, desde la fundación de la biblioteca, ya se recoge en los que escritos que, al menos una planta del edificio debería estar destinada a esta función de divulgación de los saberes de ultramar.

El próximo año vence la concesión que el Ministerio de Cultura realizó al Ayuntamiento de Panaderas 58. Será el momento que, cada institución, aprovechará para pedir una vez más el espacio que necesitan; que el pasado les dio y el presente que les arrebató.

Los que lo habitan están de acuerdo en que es un edificio vivo. "Los académicos, cuando ingresan, suelen donar alguna obra de arte y, nosotros, cuando podemos, también hacemos adquisiciones", asegura María de las Mercedes Goicoa, y señala la última de estas compras: un retrato de Isabel II, que preside la sala de juntas. Sólo una mampara de madera separa a las trabajadoras de la academia de Gastronomía de las de Audiovisual y todas coinciden en dos cosas: en que tienen frío y en que pretenden acercar las artes en las que están especializadas a los demás.

"Queremos que todos los que formen parte del sector sepan que desde la academia se pueden hacer muchas cosas, que es necesaria y que es un sitio vivo lleno de posibilidades", describe Mara González. "Ahora estamos preparando la próxima edición de los premios Mestre Mateo", informa la coordinadora de producción Ana López, que señala las estanterías en las que se guardan los trabajos premiados con anterioridad. Cintas de vídeo, DVD, libros, compact disc... "Aquí te puedes encontrar de todo", se ríen entre proyectos Mara y Ana.

Salvo la biblioteca, las dependencias no están abiertas al público, aunque aseguran sus habitantes que no dirían que no a una visita interesada en las obras de arte que se han hecho un hueco entre sus paredes. De tal valor son las obras que están o que alguna vez estuvieron en Panaderas 58 que hasta Erik El Belga visitó el edificio para llevarse unas tablas de Rubbens. "Se lo encontró uno de nuestros académicos y creo que le empujó", recuerda Goicoa, que se aferra al piano del auditorio; una de las piezas más jóvenes de la academia, a pesar de la importancia de sus notas.

Entre el manuscrito inédito de Quevedo, las vidrieras, las piezas de Sargadelos -la biblioteca cuenta con dos paragüeros de cuando todavía era una fundición- enterradas en la memoria de Díaz Pardo, entre los documentos que describen uno a uno los movimientos realizados durante la reforma de la Torre de Hércules, entre los archivos que guardan las claves de la Jurisprudencia, las recetas de Picadillo y los carteles de las películas gallegas aún por estrenar se encuentran las marcas del pasado, los recuerdos que la historia ha ido depositando en este número 58 de la calle Panaderas.