Lo que más recuerda de aquel 6 de agosto de 1945 es a sus compañeros de clase bajo los edificios, cerca de la muerte, a sus amigos sufriendo un ataque nuclear al que él, Mitsuo Kodama, finalmente sobrevivió. Tenía sólo doce años y esas imágenes, asegura, se le han grabado, inevitablemente, en la memoria. Después de la bomba nuclear que asoló Hiroshima, muchos de sus habitantes murieron y otros, recuerda Kodama, "consiguieron vivir hasta sesenta años", pero sufrieron cánceres y tuvieron que someterse a cirugía hasta 16 veces.

Ha visto la muerte de cerca tantas veces que Kodama se ha convertido en un activista, en una de esas personas que no se cansan de repetir su historia una y mil veces si, con ello, consigue inocular el virus de la lucha contra las bombas atómicas en alguno de sus interlocutores. Es uno de los ocho supervivientes de aquel 6 de agosto -que metió a Hiroshima en la crónica negra de la historia mundial- que visitó ayer A Coruña abordo del crucero Peace Boat.

Dice que le emociona ver a los jóvenes enrolarse en la aventura de pasar tres meses recorriendo el mundo, trabajando como voluntarios en un buque que nació como barco de línea allá por los años sesenta y que vivió su época dorada trasladando a los turistas neoyorquinos a las Bermudas. Pero ni la implicación de los chicos ni las iniciativas que desarrolla la Organización No Gubernamental que trabaja dentro del buque, la Peace Boat, ni siquiera que haya compatriotas japoneses dispuestos a pagar por un pasaje que les lleve a difundir el mensaje de la paz, le hace sentir que un mundo sin guerras está cerca. Se siente orgulloso de las personas que se implican en su causa, pero sabe que hay todavía "demasiada gente que no comprende los efectos de las armas nucleares, que desconoce que sus daños son mucho peores que los de las convencionales". Otro de los supervivientes del ataque, que llegó ayer a la ciudad desde Nueva York y que habla portugués, dice que todavía hay 20.000 bombas nucleares repartidas por el mundo y que su intención no es otra más que la de concienciar a la gente para que se oponga a ellas.

El Peace Boat, que llegó ayer por la mañana al muelle de Trasatlánticos y se fue por la tarde, no es una embarcación común, lleva un mensaje, el de la lucha; en su vientre van 800 pasajeros y 300 tripulantes, algunos de ellos muy jóvenes que no cobran por realizar su trabajo, pero que, a cambio, ven todo el mundo en apenas cien días.

Pagan 30.000 o 40.000 dólares por estar en un barco que es santo y seña de la lucha contra las armas nucleares. No pasan largas noches en la discoteca, ni llevan una pulserita en la muñeca para comer y beber todo lo que les venga en gana. En el Peace Boat, las barras del bar están vacías, huérfanas de camareros y de botellas de alcohol; los pasajeros leen en lo que, algún día, fue un pub y se enfrascan en sus estudios y en sus quehaceres diarios cuando todavía no ha salido el sol, porque les gusta ver amanecer, algunos se levantan a las cinco de la mañana y practican tai chi a las seis.

Hacen papiroflexia, se divierten trabajando, cantando durante dos horas al mes en el karaoke y yéndose a la cama temprano. No hay animadores ni grupos de baile, explica el capitán del buque, Maurizio Manfredonia, su diversión está en el trabajo en practicar danza del vientre, en estar centrados en la lucha y, sobre todo, en hacer música.

Tan austero es el crucero que hasta las piscinas de cubierta están tapadas, porque sólo un par de pasajeros las utilizan; para ellos es más importante que el mensaje llegue más allá de sus camarotes, que el ponerse a remojo durante unas horas, aunque eso no les exime de pasear, de intentar conocer los lugares en los que atraca el barco. Antes de zarpar, una chica pasó por el arco de seguridad un tupper ware con pulpo y muchas jóvenes cargaban con bolsas de Zara que se llevaban como recuerdo de su paso por la ciudad, otros, quizá con sus reservas de yenes mermadas, optaron por hacer la compra en los supermercados cercanos al puerto.