Se acuerdan de todo o de casi todo, de los besos que se daban a escondidas, de las suelas que se gastaban, inevitablemente, desde la calle San Andrés hasta O Birloque y del porqué de muchas de las señas de identidad que, como muescas en una bala, hacen a la de San Andrés una vía inconfundible en la ciudad. El diseñador Raúl Mella recogió más de un centenar de testimonios de vecinos, familiares y comerciantes de la calle para crear una instalación interactiva en la que los paseantes pueden llevarse en un post-it las historias que más les gusten, las que les recuerden su juventud o lo que habrían podido vivir si no se hubiesen quedado en el camino e, incluso, reemplazarlas con las suyas o con las que han heredado de sus mayores.

Entre las que, inicialmente colgaron de uno de los escaparates vacíos de la calle san Andrés para la exposición de la iniciativa Museo Urbano de Arte Urbano (MUAU), estaba la de una mujer que, como su novio se estaba quedando calvo fue a la sombrerería Dandy y le compró el mejor gorro que se pudo permitir con su sueldo de costurera; está también la de Raúl Sánchez que, durante 25 años de su vida caminó por San Andrés, al menos una vez a la semana, porque era representante de Exclusivas Rasanre.

En las memorias de los que ahora pasean por San Andrés quedan todavía los recuerdos de aquellos dos hermanos que regentaban un par de bazares; uno se llamaba El diluvio universal; el otro, El arca de Noé. Y la nostalgia les atenaza cuando quieren encontrar en los bajos vacíos las historias que, años atrás, se adueñaron de su día a día, de sus paseos y sus idas y venidas con la prisa en los talones.

El creador de la instalación, Raúl Mella, espera que, como era su intención, los vecinos y paseantes de San Andrés le ayuden a completar su obra con las historias que rescaten de sus recuerdos, que participen pegando en la antigua foto de la calle sus recuerdos en forma de papel amarillo y que, con esta idea, entre todos puedan configurar un álbum de memorias.

"Muchas señoras y algún señor de los que pasaban cuando estábamos colocando la instalación nos preguntaban qué estábamos haciendo y nos decían que ellos tendrían muchas cosas para contarnos, así que esperamos que lo hagan", dice Raúl Mella, que ha utilizado sus recuerdos para demostrar que la calle San Andrés no está muerta, sino que se ha hundido en un letargo del que el arte puede despertarla o, cuando menos, despabilarla un poquito.

Se acordaron los encuestados por Mella de las largas colas que se formaban en los grandes almacenes que la firma Barros tenía en la calle Torreiro y que obligaban a la Policía Nacional a actuar en cada nuevo periodo de rebajas porque se colapsaba San Andrés y no había nada que hacer, salvo esperar a que todo el mundo hiciese sus compras.

El primer café a solas que tomó uno de los vecinos con su novia fue en el Macondo, en el número 106 de la calle San Andrés. "La madre de Luis me contó que una de las empleadas de La Palma fue Miss Coruña en los años cincuenta", reza uno de las cartulinas amarillas que, algún día, colgó de la instalación de San Andrés. Una calle que, algunos recuerdan con nostalgia y, otros, con la huella inseparable de la dictadura franquista, del miedo, del esconderse y de los productos de importación que les parecían poco menos que caídos de una nave espacial.

"Por culpa de la censura franquista, Dandy tuvo que sustituir la y por una i durante muchos años", cuenta uno de los entrevistados por Raúl Mella; otro hace suyos los recuerdos de su abuelo que, con 18 años, a última hora de la tarde, iba al Ultramarinos de Blas a tomar porrones de vino y cacahuetes tostados, eso sí, en la trastienda, porque en la entrada estaba la tienda y no se podían hacer esas cosas a la vista de todo el mundo.

La calle San Andrés fue testigo de la evolución de las cajas de ahorro gallegas y del ascenso de la moda, sobre todo de Zara. "Siempre que pasamos por aquí, mi madre me dice: 'Cuando yo era más joven, Amancio Ortega era empleado y me vendía la ropa en esa tienda de ahí', cuenta uno de los participantes en el proyecto.

Los recuerdos de un tiempo en el que a Caixa Galicia la llamaban La Bonita y en el que las campanas de su fachada tocaban Negra sombra y de una calle en la que se hospedaban los toreros conforman un collage de historias que sacan la nariz para intentar respirar y no ahogarse en una zona de la ciudad que agoniza por la falta de nuevas ideas, de los personajes carismáticos que, un día, la habitaron, como aquel que, en 1903 tuvo que pagar cinco pesetas de multa por no haberse descubierto ante el paso de una procesión y no por despiste, sino por "un acto de desprecio religioso deliberado". Los creadores reivindican el pasado, pero también el presente, la recuperación de todo lo que parece olvidado.