Al menos cuatro menores sin escolarizar vivían en las siete chabolas que, por orden judicial, derribó ayer el Concello en el asentamiento de Penamoa; así lo confirmó su abuela, María Jesús Silva Giménez, que aseguró que, unos días atrás, habían ido "unas personas" a decirle que no los podía enviar más al colegio. No son los únicos menores que resisten todavía en Penamoa, según las cuentas del Ayuntamiento, hay una docena de menores de 16 años y hasta ocho residían en las barracas destruidas ayer. Dos de ellos no se perdieron ni un segundo del derribo de lo que, durante su corta vida, habían sido sus casas y las de sus vecinos.

La concejal de Servicios Sociales, Silvia Longueira, aseguró que el pasado viernes había estado el Concello en el poblado y que ayer personal del departamento de Menores estudió en la zona la situación de los niños aunque, según la edil, esto no quiere decir que les vayan a retirar la custodia a sus padres.

A diferencia del 1 de marzo, cuando se tiró la primera de las barracas y se procedió al desalojo forzoso de una de las veinte familias que no se habían adherido al plan de integración de Penamoa, los afectado apenas opusieron resistencia a que las máquinas convirtiesen en escombro el lugar que habían habitado, algunos, desde hace ya casi treinta años.

"Yo no me puedo ir a dormir a la calle con una manta, que doy mal ejemplo, para eso me quedo aquí, que estoy más resguardada", decía María Jesús Silva, que no se negaba al derribo de su chabola, pero que sí pedía "una ayuda como la que dieron a los demás"; algo que, según la edil es imposible, porque el plan de integración se ha cerrado ya, aunque, afirmó que, para estos ciudadanos, como para todos los demás, están disponibles las ayudas municipales. "Siguen amparados por las ayudas de los Servicios Sociales y ellos lo saben", dijo Longueira que, en más de una ocasión, afirmó que los resistentes del poblado no tenían la chabola de Penamoa como única vivienda.

A María Jesús Silva, sin embargo, esas afirmaciones no le valen porque, tal y como ella ve la realidad -desde la perspectiva de quien lleva toda la vida de asentamiento en asentamiento-, no le queda más solución que hacerse un hueco entre las barracas que siguen en pie. "Me tengo que quedar aquí hasta que me den la condicional el día 30, porque yo estoy presa, aunque a mí no me cogieron nada. Después, como tengo que ir a dormir a la cárcel, ya puedo buscar por las mañanas un piso o algo donde meterme", explicaba ayer Silva, que cumple, como su marido y su hijo, una pena por un delito de drogas que dice no haber cometido.

Igual de indignado estaba otro de sus hijos, Joaquín, que se quejaba de que el pago que había recibido por "dejar trabajar" a los obreros de la tercera ronda fuese el derribo de su chabola y ver como otros vecinos -79 familias- habían obtenido ayudas para compras de pisos o para su alquiler mientras ellos se hacían fuertes en Penamoa. "Si les robaban algo, los obreros venían, me lo decían a mí y, a la media hora, aparecía", decía Joaquín y señalaba sus posesiones, cubiertas con un plástico blanco.

Según la concejal de Servicios Sociales -que recibió multitud de insultos de los desalojados, así como los miembros de la comisión de integración- algunas de las infraviviendas habían estado habitadas hasta el viernes pero que, como los propietarios sabían que la pala llegaría el lunes por la mañana, habían decidido desalojarlas antes de que llegase el momento del derribo. No lo hizo así Soledad que, cuando vio a la policía en la puerta de su barraca, imploró que le diesen dos días más para encontrar un lugar en el que estar. Algo que, de ninguna manera, el juzgado le concedió.

Soledad explicó que su marido estaba enfermo, que no se podía mover, que estaba encadenado a una bombona de oxígeno y que, al ser "viejos", sus familias ya no les querían con ellos; sin embargo, cuando la policía local le ofreció una plaza en un albergue, Soledad dijo que no, que no era ninguna anciana para ir a un sitio que no conocía, así que prometió que se quedaría en Penamoa, con las bombonas de oxígeno de su marido que, en cuanto pudo, salió de la casa corriendo, sin mirar atrás y, por supuesto, sin los tubos que, en teoría, le ayudaban a respirar y le separaban del nicho. "¿Cómo vas a vivir si mi marido se muere por tu culpa?", le decía Soledad a una de las trabajadoras del juzgado que había subido al poblado para notificarle a las familias que la pala se iba a llevar por delante las barracas que habían tenido por casa toda su vida. Cuando Soledad vio que ya no era posible arañarle más tiempo al juzgado, que su casa estaba sentenciada, sacó -con ayuda de una vecina- algunas de las pertenencias de su casa, una nevera, unas sábanas térmicas, un mazo y cuatro cosas más metidas en una bolsa del supermercado. Para que se lo llevase la pala por delante dejó un jarrón con una flor de plástico, algún mueble y los colchones de la barraca.

En el suelo, como en todos los lugares que dejan de ser lo que eran para convertirse en escombro, afloraban capuchones de jeringuillas, muchos capuchones blancos y vacíos, latas de conserva abiertas y relamidas por los gatos, juguetes rotos, zapatillas de andar por casa, infinidad de contenedores verdes de la basura -la mayoría de ellos, seguramente del barrio de A Silva, porque los vecinos se quejan de que desaparecen a diario- algún carro de la compra ya destartalado, ratones muertos, neumáticos, bañeras pequeñas conectadas al servicio municipal de agua y las cenizas de una fogata que, ayer, pasadas las nueve y media de la mañana, todavía daban calor. Según el Concello, las labores de desescombro de materiales que no requieran un tratamiento especial -como la uralita- se acometerán al mismo ritmo que las demoliciones para que los desalojados no tengan ni la tentación ni la oportunidad de volver a levantar una chabola en el mismo suelo en el que, por orden judicial, le derribaron la anterior. El cumplimiento de estas órdenes judiciales se acometió escoltado por un fuerte dispositivo policial, que estuvo acompañado por servicios de Protección Civil y por la grúa municipal que retiró los vehículos que estorbaban a la pala.