Nací en Crendes, en el municipio de Abegondo, donde vivían mis padres Manuel y Maruja, y mis hermanas Maribel y Finita. Mi familia se vino a vivir a la ciudad cuando yo tenía tres años porque mi padre trabajaba como marinero en el trasatlántico Magallanes, que empezó a recalar con frecuencia en este puerto para llevar emigrantes y traer carga mixta, por lo que decidió instalarse aquí con todos nosotros. Además de en ese buque, durante su vida profesional trabajó también a bordo del Marqués de Comillas, el Guadalupe y el Covadonga, todos ellos de la Compañía Trasatlántica Española, perteneciente al Estado y que hacían las rutas de Cuba, México, Venezuela y Estados Unidos.

Al llegar a la ciudad nos fuimos a vivir a la calle Madrid, una pequeña vía contigua a la Falperra en la que viví hasta hace unos años. Mi primer colegio, en el que estudié hasta los doce años, fue el de los Maristas, del que pasé a la Academia Galicia para finalizar el bachiller. Mis primeros amigos de infancia y juventud fueron Alfredo, Moncho, Quincho, Nando, Agustín, José Manuel Pena, Tito Cabezas, José Antonio Prego, Ramirín, Mari Carmen, Solar, Marifí, Mari Carmen la mimosa, Chari y Chelito Pousada, con quienes lo pasé estupendamente, por lo que tengo un grato recuerdo de los momentos que viví con ellos.

Durante aquellos años tenía que ir a comprar con la cartilla de racionamiento a Cardelle, en la calle Asturias, pero que mi padre navegaba en el Magallanes, nos traía cosas de América gracias a las cuales no pasábamos necesidades. Cuando me traía los chicles americanos Bazooka, todos mis amigos andaban detrás de mí para que les diera alguno, razón por la que en el barrio los chavales me bautizaron como Manolo Magallanes, apodo por el que hoy en día me siguen conociendo.

Nuestra pandilla admiraba a la que tenían los mayores de nuestra calle, formada por Emilio, Eladio, Asterio, Pepe Grandío y Pepe el del fabriquín y además tuve como vecinos a los hermanos Gómez Santos, uno de los cuales, Manolo, es el responsable de la productora de animación Dygra. En mi infancia viví el incendio de la Estación del Norte y el desalojo a fuerza de culatazos de los gitanos que vivían en la antigua fábrica de zapatos de Ángel Senra. Recuerdo que muchas veces íbamos a robar tomates a la Granja Agrícola y a espiar a las parejas a Santa Margarita. También solíamos coger las mazorcas de maíz en el tiempo de la cosecha para luego asarlas en cualquier sitio y recorríamos las vías del tren hasta el tercer túnel, tras lo que construíamos casetas en medio del monte que utilizábamos las veces que volvíamos allí. Los cines que más nos gustaban eran el España, Doré, Finisterre, Monelos y Gaiteira, aunque para ir a ellos muchas veces tuvimos que recorrer las obras para encontrar chatarra que vendíamos en la ferranchina. Recuerdo además que para ir al Finisterre desde mi casa tenía que atravesar huertas y campos en los que pastaban numerosos animales.

Tras el bachiller, ingresé en la Escuela de Náutica, en la que solo hice los dos primeros años, porque cuando cumplí los dieciséis me fui a navegar como engrasador en un barco del Gran Sol. Recuerdo que llegar hasta allí llevaba una semana y que los marineros las pasaban canutas por los temporales y las malas condiciones que había en los pesqueros de aquella época. En la sala de máquinas, donde yo trabajaba, tenía que agarrarme a cualquier sitio para no darme un golpe porque el barco de movía continuamente.

Si sufríamos algún accidente, como una vía de agua por un golpe de mar, había que pedir la ayuda de Dios y arriar un bote cuanto antes, así como avisar por radio para que nos vinieran a rescatar, lo que era muy difícil porque no había los medios actuales. El recuerdo más desagradable que tengo de esta etapa fue cuando nos encontramos en la redes el cadáver de un marinero coruñés del pesquero coruñés Cariño, que se había ahogado siete días antes. Me causó mucha impresión porque fue el primer ahogado que vi en mi vida y además tuvimos que meterlo en el hielo del barco y traerlo a la ciudad.

A mi regreso retomé la carrera de Náutica en la especialidad de Máquinas y tras acabarla trabajé durante toda mi vida profesional en esta actividad. Aún como alumno, cuando estaba a bordo del Monte Saja, de la Naviera Aznar, nos cruzamos con otro mercante español, el Monte Palomares, que venía de Estados Unidos cargado de maíz. Poco después nos sorprendió un temporal en las Bermudas que nos introdujo 500 toneladas de agua en una bodega, lo que nos provocó una pequeña escora. Ante el peligro que suponía esto, el capitán ordenó tomar un rumbo más al Sur, lo que evitó que sufriéramos el mismo destino que el Monte Palomares, que se hundió en la zona en la que habíamos estado y tan solo se salvaron unos pocos tripulantes. A lo largo de mi carrera navegué también en el Ildefonso Fierro, el que fue el petrolero español más grande durante los años sesenta.

Durante una escala en la ciudad del mercante en el que trabajaba en aquel momento, me presentaron a una chica de mi calle, María Elba, que era amiga de mis hermanas, con quien acabé casándome y con la que tuve tres hijos: Víctor, María y David, quienes nos dieron dos nietos, Marcos y Mateo.