Nací en la plaza de Santo Domingo y me crié en una familia modesta compuesta por mis padres, ya fallecidos, Ramón Fonte y Pilar Gundín, y mis hermanos también fallecidos, Javier y Juan Manuel.

Mi padre fue una persona muy conocida entre los trabajadores del muelle pesquero de A Palloza, ya que durante muchos años fue vigilante y chaboleiro de un pesquero, pasando, años después, a trabajar en el servicio de mantenimiento del antiguo hotel Atlántico, donde se jubiló.

Mi primer colegio fue el de don Manuel Cernadas, un colegio público de la Ciudad Vieja. Allí estuve hasta los doce años donde coincidí con algunos de mis mejores amigos de la infancia como Acuña, Cholo, Lamas, Juanma, Ángel, Luis, Lina, Villa, Vituco, Tito y de mis amigas, Chichita, Carmiña, Celia, Teresa, Merce y María Luisa, con los que guardo una gran amistad.

Jugaba casi siempre en la calle Tinajas a todos los juegos que se llevaban en nuestra época de los años cuarenta, donde había carencias de todo tipo. Los chavales de familias normales y trabajadoras nos las teníamos que ingeniar para hacernos nuestros propios juguetes e inventarnos juegos y pasatiempos que nos sirvieran para pasar nuestros ratos de ocio y de descanso en los alrededores de la Ciudad Vieja.

Como apenas había coches, podíamos jugar tranquilamente a lo que quisiéramos, como a las bolas, a la bujaina y a la pelota y además hacíamos nuestras aventuras de chavales, como batallitas y campeonatos de fútbol contra otras pandillas. Solíamos jugar en las zonas de los varaderos del Parrote, Santo Domingo o la plaza de María Pita, esta última siempre estaba solicitada por otras pandillas y amigos de toda la zona de la Ciudad Vieja, San Agustín y la plaza de España.

Lo único malo que tenía María Pita eran los guardias, sobre todo uno al que llamábamos el Piernas, que siempre que podía intentaba sacarnos las pelotas de trapo o los pocos balones de cuero que se podían ver y que nos regalaban los equipos de fútbol cuando ya no les valían para jugar pero que hacían feliz a cualquier chaval que los tenía. Se ataban con cuerdas y hala, a jugar, y a tener cuidado de no recibir un balonazo en la cara, porque dolían muchísimo y, además, te dejaban los pies doloridos.

En estas edades de chaval, a finales de los años cuarenta, apenas teníamos un miserable patacón para nuestros vicios por así llamarlo, si queríamos conseguir algo fuera de aquella pequeña paga que nos daban algún domingo teníamos que ir a buscar chatarra, cobre o metal por la zona de la costa y los alrededores.

Al cumplir los doce años tuve que dejar de estudiar para ayudar a la economía familiar como la gran mayoría de mis amigos, no es que no quisiéramos estudiar, es que en muchas de las casas no quedaba más remedio, eran otros tiempos que también nos enseñaron lo que era la vida, el valor de las cosas y lo que costaba ganar una peseta, como se decía en nuestra época.

Mi primer trabajo fue en una tienda mixta de comestibles llamada Los Chichos ubicada en la calle de Nuestra Señora del Rosario donde estuve hasta los catorce años, pasando después a trabajar en la procuraduría de Pedro Antonio Lage Lodos hasta los 19 años.

Durante esta primera etapa de mi vida profesional seguía saliendo con mi pandilla y disfrutando de los días festivos, unas veces saliendo a pasear por la calle Real, otras acudiendo al cine Tomasino que estaba en la que después sería la casa de los Franco en la Ciudad Vieja y otras yendo al cine Hueso, al lado de la calle del Papagayo.

En estos cines, las películas que proyectaban casi siempre eran por capítulos, como las de Fumanchú, sin olvidarnos del Kiosco Alfonso y de la avenida Dominicos. También estaban los bailes del Finisterre, en carnavales había el baile de mocitos de la prensa y el del Círculo de Artesanos y después los de las afueras, como los de Sada; Mera y Culleredo que nos solían dejar baldados, porque casi siempre teníamos que ir andando y, a la vuelta, más de una vez, tuvimos que dormir en los alpendres del camino.

Durante los veranos, nuestras playas favoritas eran las del Parrote, Riazor, Santa Cristina y Bastiagueiro, para estas últimas, algunas veces alquilábamos una lancha de remos al Manco de la Dársena y, una de las veces que la alquilamos por unas horas nos cogió la marea y nos llevó hasta el puente de A Pasaxe, sin que pudiésemos volver, así que terminamos dejando la lancha amarrada al puente y, cuando llegamos a A Coruña, avisamos al Manco para que fuese a buscarla. Lo hicimos desde lejos porque, si nos coge, con el cabreo, nos deja en calzoncillos.

En la calle de los vinos solíamos parar en el Yéboles, que era el punto de encuentro de mi equipo de fútbol, el Ciudad, del que además de jugador fue directivo delegado durante 25 años y del OAR Ciudad. En la actualidad, sigo siendo directivo del Calasanz.

Por último, solo me queda recordar y dar a conocer algunas de las anécdotas que me pasaron y de las que guardo un grato recuerdo, como cuando hacía de monaguillo en los Dominicos.

Un día, con motivo de la Virgen de Fátima, en la bendición de enfermos, yo llevaba el incensario cargado de carbón y tuve la mala suerte de darme con él cuando hacía de botafumeiro. Se me cayó al suelo, se rompió y el carbón ardiendo salió disparado contra muchas de aquellas personas, que nunca se habían movido de sus sillas de ruedas. Como les ardía la ropa, esas personas se pusieron de pie para apagarlas, como si fuesen almas en pena y, por este motivo, después me llamaron Moncho, el monaguillo de los milagros. La gente venía a buscarme para que les hiciera un milagro.

También tengo que decir que, estando de monaguillo, las bodas y el convite se hacían dentro del claustro del convento, y nosotros después nos llevábamos todo lo que podíamos de comer guardado entre las ropas hasta el bar de mis padres.

Tuvieron que abrirlo porque compraron dos grandes bocoyes de vino para venderlos en la romería de Santa Margarita. Como llovió a raudales aquel año, la fiesta se suspendió y a mis padres no les quedó más remedio que alquilar un bajo para vender el vino junto a la comida que yo sacaba de las bodas. Dábamos tazas pequeñas y, al final, pudimos salir adelante y pagar la deuda.

Otra de mis historias es de cuando dejé la procuraduría y entré a trabajar en Almacenes Losada, en San Andrés, donde estuve 33 años, hasta que ardió. Al empezar de dependiente, llegó a los almacenes la condesa de Cavalcanti y, al caerle los guantes al suelo, yo me agaché para cogérselos y tuve la mala suerte de pegarle un cabezazo que la dejó sin sentido, pero no me echaron. Poco después me casé con Lolita, de la calle de la Torre y tenemos un hijo llamado César y un nieto, que se llama Diego.

Finalicé mi vida laboral como secretario del colegio Calasanz, donde me jubilé y en el que sigo como directivo.

Mis aficiones en la actualidad son: reunirme con mis amigos y peña en la pulpeira O Rueiro, donde celebramos unas buenas mariscadas gracias al marisco que nos trae gratis un amigo de la peña de Caión.