Nací en la localidad de Vilaemil, en el municipio lucense de A Pontenova, pero me considero un gran coruñés, puesto que mis padres, José y Concepción, se vinieron a vivir a esta ciudad cuando yo apenas tenía tres años, por lo que fue aquí donde me crié junto con mi hermana Cristina, ya que a mi padre, militar de profesión, le destinaron a esta ciudad en plena Guerra Civil y nos instalamos en la calle del Corgo, en Monelos, donde antiguamente había un reformatorio femenino.

Mi primer colegio fue el Castilla, en la calle Joaquín Galiacho, donde estudié hasta los diez años y conocí a mis primeros amigos, como Manuel Prado, Benigno Rodríguez, José Luis Rodríguez Pardo y Esperanza Sánchez, con quienes lo pasé estupendamente en aquellos años, recién terminada nuestra guerra y ya iniciada la mundial. Nuestra generación se las tuvo que ingeniar para pasarlo bien en nuestro tiempo libre, ya que no teníamos ni un juguete.

Nuestros juegos consistían en la clásica bujaina, las bolas, el che y las chapas. En aquella época la calle en la que vivía y todos sus alrededores estaban rodeados de campos y huertas, por lo que la única carretera existente era de la de Monelos, que estaba hecha con adoquines y apenas tenía tráfico, salvo el antiguo trolebús, por lo que podíamos estar tranquilamente por allí.

Como a los chavales de mi pandilla nos gustaba la aventura, solíamos ir hasta la antigua Granja Agrícola para pasarnos buenos ratos jugando. Recuerdo que allí había dos fuentes y manantiales con un agua riquísima que venía a buscar gente de todos los alrededores para llevarla a casa, puesto que en muchos lugares no había agua corriente. En el lugar conocido como Los Molinos, todos los chavales de la zona íbamos a coger las cañas que crecían en la ribera del río de Monelos, ya que las utilizábamos para ir a pescar xurelos y xardas en el muelle de A Palloza, donde en verano nos reuníamos muchas pandillas.

También recuerdo el tiempo que pasábamos haciendo los famosos tiratacos de madera que cargábamos con flores para hacer batallitas entre nosotros. Otro lugar al que íbamos con frecuencia era la explanada de la Estación del Norte, donde jugábamos al fútbol con pelotas que hacíamos con cualquier cosa, por lo que cuando aparecía un viejo balón de cuero era el no va más. Al igual que todos los chavales de la pandilla, hice muchas trastadas, como meter bolas de carburo en latas viejas llenas de agua para hacerlas explotar, además de hacer batallas a pedradas contra otras pandillas. Tampoco me puedo olvidar de los carritos de madera con ruedas de bolas que conseguíamos en las ferranchinas y con los cuales bajábamos a tumba abierta las cuestas de Monelos o de Eirís. Otro recuerdo que tengo es el del cine Monelos, al que acudía los domingos y donde recuerdo haber visto las películas El sargento mortal y Fu-Manchú ataca.

A los diez años entré en el Instituto Masculino, donde hice el bachiller y conocí a nuevos compañeros, aunque continúe con mi pandilla de siempre hasta que me fui a Santiago a estudiar Derecho. En verano solíamos ir a las playas de Lazareto, San Diego y las Cañas, mientras que los domingos íbamos a Santa Cristina y la barra de As Xubias. También íbamos a Santa Cristina enganchados en el viejo tranvía Siboney o andando a través del antiguo puente de A Pasaxe, aunque también bajábamos en As Xubias y cruzábamos la ría en la lancha de el Rubio. Recuerdo la cantidad de gente que se dirigía a estas playas cargada con la comida y todos los enseres necesarios para pasar un buen día de verano, ya que en aquellos tiempos no había las prisas que hay ahora. A los catorce años comencé a jugar al fútbol en el Gaiteira, en el que entrenábamos y jugábamos en la explanada del relleno de San Diego.

En aquella época estaba de moda alquilar lanchas de remo en el Dársena, con las que nosotros hacíamos largas travesías hasta los castillos de San Antón y San Diego, por lo que si cambiaba el tiempo había que remar con fuerza para poder regresar. También en esos años comencé a ir todas las fiestas de los barrios de la ciudad con la pandilla y más tarde a las de los pueblos de los alrededores.

Al hacer la carrera en Santiago tuve como compañeros a Amor Calvelo y Javier Bejerano, de quienes guardo un gran recuerdo. Al terminar los estudios empecé a trabajar de pasante en el despacho de Francisco Jiménez de Llano durante dos años para luego abrir mi primer despacho en General Sanjurjo, donde estuve muchos años, para luego pasar a la plaza de Pontevedra. En 2008 decidí jubilarme y dejé el despacho en manos de mi hijo, Enrique, a quien tuve además de a María Luisa tras casarme en 1967 con María Luisa Rodríguez Pita, quien fue profesora en la Escuela de Magisterio.