Dos funciones con el auditorio del Palacio al completo; unas tres mil quinientas personas que hubieran sido más de cinco mil si se hubiese programado una tercera representación, como sucedió en aquel inolvidable montaje de La flauta mágica, por Els Comediants, dentro del extinto Festival Mozart de hace unos años. El éxito de esta nueva producción coruñesa de La traviata se basa en una puesta en escena sencilla, incluso modesta (decorados, sobre todo; el vestuario, mucho más rico), pero realizada con buen gusto; es evidente la influencia de Pier Luiggi Pizzi -tan admirado entre nosotros-, mentor de Mario Pontiggia. Y, acaso sobre todo, en unos excelentes medios musicales: orquesta de primerísima calidad, coros más que notables, tres cantantes de muy alta categoría artística y unos secundarios -gallegos, en su mayoría- de nivel medio sobresaliente. Tébar dirigió con sensibilidad y delectación las partes instrumentales (bellísimos preludios de los actos inicial y final); pero la demora en el tempo pone en dificultades a los cantantes cuando éstos intervienen y a veces se produjeron pequeños pero perceptibles descuadres.

En alguna ocasión me he referido al absurdo trazado del personaje de Germont padre. Con el aire trasnochado de un viejo caballero del meridión de Francia, se presenta en París y pretende conseguir que su hijo deje a la amante mediante unos argumentos más propios de un agente de la Cook que tuviese que vender los encantos de la Provenza. Ello tan sólo tiene parangón con el rancio código del honor que esgrime el anciano para persuadir a Violetta de que debe abandonar a Alfredo. El segundo acto tiene este grave problema que lo hace oscilar entre lo ridículo y lo inverosímil. Pero cuando un verdadero artista, dotado de una impecable escuela de canto y de una extraordinaria prestancia escénica, asume el personaje, éste deja de ser un fantoche y se convierte en un respetable caballero maduro que intenta defender la honorable tradición de su familia. Leo Nucci fue ese artista excepcional y las aclamaciones que recibió tras su modélica Di Provenza, lo obligaron a un bis que, si cabe, superó la primera versión. Es un grande y A Coruña, que lo descubrió en los inicios de su carrera, lo sabe y lo manifiesta. Aunque el rol no parezca el más indicado para Albelo, el tenor estuvo espléndido, como siempre; es otro cantante que la ciudad ha señalado como predilecto.

La soprano rumana, Elena Mosuc, que sustituyó a Desirée Rancatore, tuvo momentos brillantísimos (un cuarto acto soberbio) junto a otros más irregulares: mejor como piadosa moribunda que como desenfadada cortesana; su facilidad y brillo en el registro sobre agudo terminaron por conquistarle el favor del público.