Mi familia vivía en la calle del Matadero, donde me crié con mis padres, José y Carmen, y con mi hermano José Francisco. Mis padres abrieron una tienda y bar que era conocida en el barrio como la tienda azul, ya que ese era el color de la fachada del edificio, que desapareció al derribarse toda la barriada del Corralón, por lo que nos trasladamos a Cuesta del Matadero, donde la familia regentó la famosa cantina del Matadero, que cerró cuando se construyó el hotel María Pita. Posteriormente trasladaron la actividad a la cafetería Playa Mar, situada en la misma zona.

Mi primer colegio fue el Caramelo, situado en Adelaida Muro, dirigido por doña Josefa y en el que estuve hasta los seis años, edad en la que entré en los Salesianos, donde estudié hasta terminar el Bachillerato. Allí coincidí con algunos amigos de la calle, como Catrufo, Luis, Milín, Francis, los hermanos Roberto y Che, Sito, Joaquín y los hermanos Berdía. Con ellos y otros más lo pasé muy bien durante toda mi niñez, en la que jugábamos grandes partidos de fútbol en la explanada del antiguo secadero de pieles y en la parte trasera del matadero, así como en el Campo de Marte, donde estaba el colegio Curros Enríquez, que entonces era parte de la fábrica de armas.

Toda la pandilla acudía en tropel a jugar al futbolín en la tienda conocida como El Cagancho, que estaba al final de las escaleras que bajaban de Ángel Rebollo hasta el Orzán. Con una sola moneda podíamos estar un montón de tiempo jugando, ya que poníamos un palo o cualquier otra cosa en el mecanismo que bloqueaba las bolas, pero cuando el dueño se enteraba nos echaba a todos a la calle con un cabreo impresionante.

En aquella época estaban de moda los carritos de madera con ruedas de cajas de bolas, que conseguíamos en la ferranchina de la señora Balbina, a la que le vendíamos la chatarra que recogíamos entre todos por el barrio. Después de comprar las ruedas, con cuatro tablas y algunas puntas nos hacíamos un carro para competir contra otras pandillas bajando las cuestas del Matadero, Hércules y Campo de Marte, donde siempre había un gran ambiente para presenciar estas carreras.

También pasé buenos momentos en las sesiones infantiles del cine Hércules, al que íbamos cuando la propina que nos daban nuestros padres era suficiente. Allí siempre nos metíamos con el acomodador Chousa, que tenía una gran paciencia con los chavales, aunque si le enfadábamos mucho, era capaz de echar a la calle a toda una fila de los niños que nos sentábamos en los bancos.

De los Salesianos también tengo buenos recuerdos, aunque me castigaron bastante, sobre todo cuando jugaba al fútbol y lastimaba a algún compañero. Empecé a jugar de forma regular en el Orillamar, donde tuve como entrenador a Luis Ucha, y después estuve en el equipo de los Salesianos, el Deportivo cadete y el juvenil. Años más tarde jugué la Liga de la Costa con el Club del Mar de Caión, aunque tuve que dejarlo a los 24 años por una lesión grave que sufrí en un partido.

Los días festivos y los fines de semana nos íbamos en pandilla a las fiestas y bailes de las afueras, como El Seijal, El Moderno y el Rey Brigo, así como el Playa Club y La Granja en la ciudad, aunque también pasábamos buenos ratos en las calles de los vinos, donde tomábamos tapas de calamares en los bares y cafeterías más conocidos de la zona, que siempre estaba abarrotada de gente.

Otros lugares a los que acudíamos con frecuencia eran la Bolera Americana y la sala de máquinas recreativas y futbolines El Cerebro, situada frente al desaparecido cine Coruña, al que también íbamos mucho, al igual que al Avenida, Colón, Rosalía, París y Kiosko Alfonso.

Durante mi juventud ayudé a mis padres en el Playa Mar, local que ahora regento yo ayudado por mi mujer, Susana Collazo, con quien tengo dos hijos, Carlos y Susana. Hoy en día los miembros de las pandillas de chavales de mi época siguen acudiendo al bar y en el barrio todavía me conocen por Manolito, el de la antigua cantina del Matadero.