Hay, al menos, dos lecturas del ballet Atlántica. Una: el guión que figura en el programa de mano y que a su vez se desdobla, de modo un poco confuso, en un par de líneas argumentales: la historia de la joven que "viajaba por un camino circular y su viaje no tenía fin" (extraída de La mujer de fuego, de Manuel Murguía); y la narración del tránsito de la cultura gallega desde los "años oscuros" hasta el Rexurdimento, con la trilogía de grandes poetas -Rosalía, Curros, Pondal-, a la que puede añadirse uno más: Cabanillas. Todos ellos, presentes en la representación coreográfica mediante la proyección de fragmentos de sus poemas más conocidos: Rosalía (O Maio, A xusticia pola man), Curros (Noiturnio, Cantiga), Pondal (Campana de Anllóns)? La otra lectura es la percepción audiovisual del espectáculo; es decir, la mera contemplación de la coreografía y la escucha de la música. Son aproximaciones posibles; y, aunque todas válidas, parece mucho más interesante la aceptación de la pura danza acompañada de música abstracta, tal como viene siendo sostenida tradición desde que, en el mundo del ballet -a partir del siglo XX, sobre todo-, se buscaron alternativas a la danza clásica, ampliando las posibilidades expresivas mediante la toma de recursos del baile tradicional, del mimo y hasta de la gimnasia; procedentes, además, de muy diversas culturas. Es interesante constatar que la música de la pasada centuria -no siempre fácil- se asumió con mayor naturalidad cuando se acompañó de la coreografía moderna. Escena sencilla con ciclorama y cuatro paneles móviles (paralelogramos verticales), que se juntan o se separan creando espacios diversos; sobre ellos se proyectan textos y fragmentos de filmes que ilustran sonidos naturales (viento, oleaje), que se integran con la música. Ésta, de muy buena calidad (no perdamos de vista a su joven compositor). Once bailarines (7 mujeres, 4 hombres) evolucionaron por la escena con soltura, seguridad y alto nivel técnico. Coreografía, magnífica. Trabajo con ordenador, extraordinario. Un solo ejemplo de rara belleza: la doble proyección sobre los paneles de las evoluciones de una pareja de bailarines (negro sobre blanco, especie de sombras chinescas), de modo simultáneo al movimiento de los intérpretes. El público aplaudió con entusiasmo y aclamó a cuantos intervinieron en este gran espectáculo.