Nací en lo que se llamaba calle de los Castros de Arriba, cuando todo aquello era puro monte, ya que estaba rodeada de huertas y casas pequeñas. Tres años más tarde, mi familia -formada por mis padres, Ataulfo y María Luisa, y mis hermanas María Luisa y María del Carmen- se trasladó a la llamada calle de las Vallas, detrás del desaparecido cine Equitativa, denominada así porque estaba cerrada por una vallas de madera que ponían los vecinos, aunque hoy en día se llama Pintor Joaquín Vaamonde.

Mi padre fue una persona muy conocida en la ciudad porque desde los catorce años fue el chaval de los recados de la joyería de su tío Lino, en la que acabó por adquirir una gran experiencia que le permitió abrir en los años sesenta su propio establecimiento y ser el primer presidente provincial del Gremio Provincial de Joyeros, en el que fue conocido como el rey de los relojes. Cuando se jubiló, el entonces alcalde de Madrid, José María Álvarez del Manzano, le entregó una placa de mérito.

Mi primer colegio fue El Ángel, del que pasé a la Academia Galicia para hacer el bachillerato. Posteriormente fui a Santiago a estudiar Ciencias Exactas y cuando terminé comencé a trabajar con mi padre en la joyería, en la que desarrollé toda mi vida profesional.

Guardo un gran recuerdo de mi etapa de universitario en Santiago, cuando los estudiantes empezábamos a manifestarnos y a tirar piedras a los coches de la policía, a los que llamábamos lecheras. En una de esas manifestaciones nos detuvieron a bastantes alumnos y nos ficharon, por lo que cuando hice la mili me mandaron castigado a Figueras, aunque, gracias a una recomendación, tras jurar bandera puede venir a la ciudad y hacer el resto del servicio en el Parque de Artillería.

Mis primeros amigos fueron los de mi calle, entre los que destaco a Andrés, Toni, Germán, Canedo, Miguel, Eugenio y Chemari. El lugar en el practicábamos nuestros juegos era la plaza de Vigo, que muchas veces se quedaba pequeña por la cantidad de pandillas de chavales que nos reuníamos allí, ya que también algunos equipos de juveniles entrenaban en el lugar.

También jugábamos en la cantera de piedra del monte de Santa Margarita, donde hoy está el Palacio de la Ópera, y en el muelle de Linares Rivas, donde escalábamos las pilas de tablas de madera que descargaban los barcos. Cuando llegaban los buques Romey y Escolano, de la Transmediterránea, que venían cargados de plátanos de Canarias, aprovechábamos para hacernos con unos cuantos y darnos un empacho.

También me acuerdo del viejo tren de vapor que pasaba por Linares Rivas hacia la Estación del Norte cargado de mercancías y al que nos enganchábamos para ir hasta A Palloza o el muelle de San Diego, ya que era tan lento que se podía subir o bajar en marcha.

A los catorce años empecé a jugar al fútbol en el Imperátor, en el que estuve hasta los dieciocho y teniendo como compañeros a José Luis y Tito. Cuando jugábamos en los pueblos, muchas veces teníamos que salir corriendo, sobre todo cuando ganábamos y los parroquianos no estaban de acuerdo. Al dejar el fútbol por una lesión me dediqué con mi gran amigo Romay, de Judo Coruña, a practicar el jiu-jitsu, disciplina en la que fuimos pioneros en la ciudad y en la que llegué a obtener el cinturón marrón.

Más tarde, jugué durante muchos años al fútbol sala en el equipo de Ataulfo Joyeros, en el que también jugaron Fernando, de Calzados Chavalín, Suso Vilela, José Luis el de Regueira y dos Susos más. Me casé con Elena, a quien conocí un día con la pandilla en el Cassely, y con quien tengo dos hijos, Ataulfo y Vanesa, quienes nos dieron una nieta llamada Elena. En la actualidad sigo conservando la amistad de mis amigos de siempre, con quienes me reúno varias veces al año para recordar los viejos tiempos.