Hace más de treinta años que el tenor Ramón Vargas comenzó una importante carrera internacional. Como es habitual en la voz humana, el transcurso del tiempo va haciendo más grave la suya. Si ha sido un tenor lírico-ligero que, por ejemplo, cantaba el Don Ottavio, del Don Giovanni, de Mozart, hoy le va mucho mejor a su cuerda, el protagonista de Un ballo in maschera, de Verdi; es decir, el repertorio de lírico estricto y quizá ya de lírico spinto. Lo cual resultó muy evidente porque los dos primeros bises que ofreció fueron sendas arias de estas óperas. Las exclamaciones de entusiasmo y los aplausos rítmicos llegaron tras el aria de ópera verdiana. Con toda justicia porque fue uno de los mejores momentos del recital. Este tipo de aplauso, que no suelen prodigarse, se repitió tras la brillante versión de la célebre y difícil pieza de Rossini, La danza. El tenor mexicano planteó un programa en dos partes bien diferenciadas. En la primera, dos ciclos de canciones: los Tres sonetos de Petrarca, de Liszt, y las Siete canciones populares españolas, de Falla. Aunque ya en los sonetos pudo apreciarse la exquisita escuela, el uso del canto legato, la serena exposición de la melodía y la refinada regulación del volumen, con empleo bien medido de la voz blanca, las cualidades expresivas -sobre todo, la cálida efusión lírica, tan propia de la escuela italiana (DiStefano, Pavarotti)- que caracterizan a este artista, comenzaron a ser evidentes en la obra de Falla. Pero, donde realmente esas cualidades brillaron fue en las canciones italianas, en las dos de su tierra (Princesita y Muñequita linda) y en los fragmentos de ópera. Entre las primeras, destacaron sobre todo Nebbie, de Respighi, Ideale, de Tosti, y Torna, de Luigi Denza. La georgiana Baktouridze es una magnífica pianista acompañante. Toca con elegancia y acompaña con perfecta adecuación al solista (impecable regulación del volumen, flexibilidad del tempo). Pequeños errores no empañan una labor extraordinaria.