Dmitry Sitkovetsky es un verdadero hombre-orquesta. Según reza el programa de mano, "violinista, director de orquesta, arreglista, músico de cámara, director de festivales y presentador de televisión". Pero, por encima de todo, a tenor de lo escuchado el pasado viernes, es un violinista excepcional y un músico con mayúsculas. Su versión del difícil segundo concierto para violín de Shostakovich ha sido una verdadera maravilla por la elegancia expositiva, la precisión, el refinamiento dinámico y la belleza sonora que extrae de su Stradivarius "ex Reiffenberg" (1717). El público lo aplaudió con entusiasmo y el artista correspondió con la Sarabanda, de la Partita nº 2, en Re menor, BWV 1004, de Bach que dejó al público en suspenso, asombrado ante tanta belleza; de manera que transcurrieron en silencio esos segundos expectantes entre la extinción del sonido y el arranque de las aclamaciones. También la orquesta rayó a gran altura, dirigida por su titular que realizó una labor espléndida, atento al menor detalle, a resaltar el dibujo en apariencia más irrelevante, a revelar el más oculto significado de una obra admirable que, sin embargo, no goza del favor que concita el primer concierto del mismo autor. Gran versión igualmente de la suite del ballet de Stravinsky, Petrushka. Magnífica de riqueza y plenitud sonora, con solistas muy destacados; pero, sobre todo, con un resultado global formidable. No pareció al mismo nivel la sinfonía de Haydn. Creo que su planteamiento fue más sonoro que sutil, con unos contrastes dinámicos excesivos, propios de tiempos más cercanos a nosotros que a los de la corte de Esterhaza.