Lleno impresionante en el Palacio de la Ópera. Presencia de autoridades autonómicas y locales. Concierto número veinte patrocinado por la empresa eléctrica. En el viejo -y maravilloso- tango, se dice "que veinte años no es nada". Pero, en este caso, la expresión falta a la verdad: cuatro lustros de ininterrumpido patrocinio constituyen una tradición sostenida de colaboración de la que nos beneficiamos todos los gallegos entre una gran empresa y una gran orquesta. Sobre todo cuando escuchamos un precioso programa tocado por una agrupación y una batuta en estado de gracia. Un grande de la dirección, que nos honra haciendo de esta ciudad su lugar de residencia, decía: "¡Qué gran orquesta tiene A Coruña!". No es pequeño elogio, viniendo de quien viene. Tras una notable versión de la Sinfonía en Sol menor, de Mozart, orquesta y director elevaron el nivel artístico del concierto a alturas casi insospechadas con una interpretación extraordinaria del Preludio y Muerte de amor, de Wagner. Se extrajo toda la belleza de la obra mediante una lectura impecable, de precisión milimétrica; pero, al mismo tiempo, dotada de una enorme libertad agógica y de una exquisita regulación del volumen. Ha sido, sin duda, uno de los más eminentes logros de Dima Slobodeniouk al frente de la OSG. Fue tan excepcional este momento artístico que casi desmereció la esplendorosa versión de esa joya straussiana que es el Don Juan. Y ya que hablamos del apellido Strauss, propio del ámbito germano: Johann Strauss padre -que, como es bien sabido, no tiene relación alguna con Richard- fue el encargado de poner punto final al concierto con un doble bis (el segundo, acortado): la célebre Marcha Radetzky. Ya saben, la de las palmas con que el público la acompaña; la del concierto de Año Nuevo en Viena. Desencadenó una apoteosis.