Al igual que toda mi familia, me críe en la avenida del General Sanjurjo, cuando todavía estaba pavimentada con adoquines y pasaba el tranvía Siboney, que en aquellos años avisaba de su proximidad con una campana a los niños que jugábamos tranquilamente en la calle. Recuerdo que cada vez que pasaba, nuestra casa temblaba entera y hacía que se cayeran cosas, ya que era de solo dos plantas, de la que la baja albergaba una tienda de ultramarinos.

Mi primer colegio fue el de la señorita Maruja, también situado en General Sanjurjo y en el que estudié hasta los siete años, edad la que pasé a la academia de Pura Ferreño, en el Monte das Moas. Allí terminé los estudios de grado medio y guardo un gran recuerdo de la profesora, que para mí fue maravillosa porque me enseñó todo lo que sé. El único problema que tuve es que me gustaba hablar mucho y que siempre me estaba llamando la atención, aunque también había otras compañeras que hacían lo mismo.

Mis amigas de la infancia, que aún lo siguen siendo, fueron Rosa María, Finita, María Jesús y Conchita, con quienes formé una pandilla con la que disfruté en la niñez y la juventud a pesar de que en aquellos años tener una muñeca era todo un lujo pese a que eran de cartón piedra o de trapo con cara de porcelana, por lo que si se caían se rompían muy fácilmente y no se podían arreglar. Cuando llovía o hacía mal tiempo los portales de las casas nos servían para jugar a las casitas de muñecas, la mariola o la cuerda.

Si hacía buen tiempo podíamos ir cerca de nuestras casas, que todavía estaban rodeadas de huertas y campos, por lo que lo pasábamos muy bien recorriendo Os Castros de Arriba hasta Casablanca y el Lazareto. Muchas veces tuve que ir a llevar la ropa lavada en casa a mano a secar en pleno campo, como se hacía antes, y esperar allí jugando hasta que se secara.

Como nadie tenía reloj, cuando no nos acordábamos de volver a casa nuestras madres nos llamaban a gritos desde las ventanas y, como no teníamos llaves, casi todas las puertas tenían atada una cuerda de la que se tiraba desde fuera y que se abriera, ya que en aquellos años había una total confianza entre todos los vecinos que sería impensable hoy en día.

Recuerdo que por la noche había serenos que vigilaban y ayudaban a las personas que trabajaban a esas horas y que necesitaban que les abrieran el portal, ya que eran los únicos que tenían una copia. También me acuerdo de aquellas pequeñas tómbolas que los niños y niñas hacíamos en la calle delante del portal de nuestras casas para poner a la venta las pocas cosas que teníamos, como postalillas, cuentos o tebeos, bolas de barro o de cristal que se vendían o cambiaban por otras cosas. Hasta el papel de plata que envolvía el chocolate valía para jugar, ya que lo estirábamos y lo poníamos dentro de los libros del colegio.

En la Semana Santa las chicas teníamos que acudir con nuestros padres a visitar las iglesias y a ver las procesiones, a las que acudía mucha gente de todos los barrios. Lo bueno que tenía es que en esas fechas siempre estrenábamos algún vestido que nos confeccionaban nuestras madres.

También me acuerdo de la afición que teníamos por coleccionar postalillas del álbum de Razas Humanas, de Ben-Hur, de artistas famosos como el Dúo Dinámico y otros cantantes conocidos de los años sesenta. Las navidades en familia eran siempre entrañables con la espera por los Reyes Magos, soñando con los juguetes que habíamos visto en comercios que hoy han desaparecido, como El Arca de Noé, Moya, Estrada y El Bazar de Pepe, que eran los más conocidos del centro.

Al acabar los estudios me puse a trabajar con mi madre cosiendo en casa, lo que hice hasta que me jubilé. A los diecinueve años conocí a otra pandilla de amigas formada por Pili, Ester, Victoria y Finita, con la que acudía a los cines del centro y a bailes como El Seijal, donde conocí a mi marido, Gerardo José, con quien tengo dos hijas llamadas Elvira y Ana.

Los domingos nos gustaba mucho bajar a pasear por el centro, los Cantones y la calle Real y las de los vinos, que siempre estaban repletas de gente. Nosotras parábamos mucho en las cafeterías Otero y Tala, esta última frente al teatro Colón, que junto con el Riazor era nuestro favorito, ya que siempre echaban buenas películas, como Lo que el viento se llevó, que me gustó mucho, mientras que la que más miedo me dio fue Los crímenes del museo de cera.