Álvaro Lavín es el director, y uno de los protagonistas, de la obra teatral Los esclavos de mis esclavos, una exploración psicológica de tres cooperantes internacionales secuestrados en una cueva afgana. La pieza, con texto de Julio Salvatierra, se representa este viernes a las 20.30 horas en el teatro Colón.

-¿Cómo son estos tres cooperantes secuestrados?

-Son diferentes manera de entender la cooperación. Tenemos un cooperante de calle que intenta sobre todo ayudar a los niños y a las niñas. Luego llega un escritor afgano que emigró con su familia cuando la invasión rusa de Kabul.

-¿Es ese su personaje, Ismail?

-Sí. Después del éxito que ha tenido en su vida profesional vuelve como embajador de buena voluntad para intentar devolverle algo al país en que nació e intentar cambiar el mundo desde la cultura. Finalmente llega la responsable de seguridad de Acnur.

-Y hay un cuarto personaje, una mujer afgana con burka.

-Es la que les lleva la comida. Permitimos que el espectador pueda ponerles voz, sin juzgar, a ciertos personajes que solo nos llegan a través de los medios. Se nos presentan determinadas maneras de entender la vida, la religión, la relación con las mujeres, sin que entendamos bien los pormenores.

-¿Cómo vive la situación el personaje que ha sido capturado por gente que intenta ayudar?

-Existe esa desazón de haber ido a ayudar y encontrarte en una situación así, pero a lo largo del espectáculo se pone en cuestión las razones que llevan a los occidentales a ir a ayudar a estos países. La situación del secuestro es límite. La gente que ha estado secuestrada cuenta que se abre la puerta y no sabes si vienen a traerte una fruta, a compartir contigo una partida de ajedrez o si ha llegado tu hora y te van a ejecutar en ese mismo momento. Una de las armas que utilizará el hombre para seguir respirando en esta situación es el sentido del humor.

-¿Les ha influido alguna memoria de ex secuestrados?

-Hemos pensado cómo cada uno de nosotros, que somos completamente diferentes, nos enfrentamos a esta situación. Cómo en un espacio reducido se van componiendo las relaciones. Cómo le cambia la vida al primer personaje, que lleva tres meses solo y encadenado en una cueva, cuando llega el segundo secuestrado. Cómo intentar disimular la alegría que siente al tener un compañero frente a la desgracia que siente el recién legado, y tratar acompañar esos primeros días desde la experiencia. Ha sido mucho más eso que intentar reconstruir un personaje real.

-¿Predomina la expresión de emociones sobre la reflexión?

-Desde luego. Queríamos poner el foco en una situación que estamos acostumbrados a pasar por encima. Todo se convierte en números, no sé cuántos secuestrados, no sé cuántos ejecutados. Y Julio hacía mucho hincapié en dar voces a las mujeres. Es muy interesante que haya una mujer secuestrada, cómo se enfrenta habla con sus compañeros de la sociedad a la que pertenecen, y cómo encuentra la manera de compartir con la mujer oculta tras un velo e intentar entenderla. Y cómo esta llega a hacerse entender. Ese otro conflicto tiñe el espectáculo con muchísima potencia.

-¿Rompen estereotipos acerca de Afganistán en la obra?

-Yo creo que sí. Esta gente vive, tiene sentimientos, tiene que ser libre para poder decidir, hay que preguntarles si realmente necesitan que vayamos con nuestras costumbres tan diferentes. Puede que nuestra presencia allí, por muy basada en las buenas intenciones que esté, como la de nuestros personajes, no sea lo que ellos necesitan. E intentamos jugar con la quietud, el miedo eterno de los personajes en la cueva escondida en la montaña y la vida en una urbe. No solo teñirlo todo de polvo y de Land Rovers llenos de gente barbuda con un kalashnikov, que es la imagen que nos llega, sino escarbar en cómo es realmente la vida de estas personas.