Nací en O Burgo, donde vivían mis padres, Manuel y Lucía Marina, así como mis cuatro hermanos, Marina, Manola, José y María. Nada más nacer yo, mi familia se trasladó a Monelos, donde a mis 90 años aún sigo viviendo, por lo que quizás soy el vecino más viejo del barrio, del que ya no queda casi ningún vestigio de la época en la que fui un niño.

Mi padre fue engrasador en barcos de guerra y de joven ayudó a mis abuelos, que vivían en las viviendas del Lazareto, desde cuyo puerto llevaba al médico que se subía frente a la Torre de Hércules a los barcos de pasajeros que llegaban a la ciudad para ver si traían alguna enfermedad y ponerlos en cuarentena. Mi madre y mi abuela Marcelina trabajaron como cigarreras en la Fábrica de Tabacos.

Mi primer colegio fue el del maestro Fernando Anta, quien también tocaba el órgano en la iglesia de Santa María de Oza. Allí estuve dos años, tras lo que pasé al colegio Cervantes, en Cuatro Caminos, y más tarde al España, en la calle Falperrra. Luego estuve en la Academia Mercantil, en Riego de Agua, y en el instituto Eusebio da Guarda durante la Guerra Civil, tras lo que terminé mis estudios en la Escuela del Trabajo, donde me hice tornero fresador.

Al terminar entré en los talleres de Ignacio de la Iglesia, donde me había recomendado mi tío Jesús, que trabajaba de conductor en Campsa. También trabajé con el aparejador municipal Luis Llopis como tornero en los talleres Solórzano durante varios años, después en el Garaje Americano de Juan Flórez y finalmente en la Fábrica de Gas y Electricidad, que luego fue comprada por Fenosa, en la que estuve casi cuarenta años, los últimos como jefe de mantenimiento del edificio central de Fernando Macías.

Mis primeros amigos fueron Pedro el cubano, Manolo el de la Granja Agrícola, Temprano y Luis, además de los del colegio como Vicente, Luis, Manuel y Juan, mientras que en la Escuela del Trabajo fueron Pepe, Pedro y Santiago, con quienes empecé a ir a las fiestas y bailes de la ciudad y las afueras. De mi época de chaval siempre me acordaré de las trastadas que hacía con mi pandilla de la calle, como las batallas a pedradas que muchas veces terminaban con una visita a la Casa de Socorro, en la que casi todos nosotros éramos conocidos, sobre todo cuando nos mandaban a vacunar.

Otra manera de divertirnos era ir al cine, ya que era otra manera de ver el mundo, por lo que siempre me acordaré de las salas Monelos, Gaiteira, España y Cuatro Caminos, al último de los cuales se podía entrar con billetes del tranvía sin usar y con sellos de correos nuevos, aunque el que más me gustaba era el Kiosko Alfonso. Al igual que otras muchas pandillas, la mía iba a recoger toda clase de desperdicios, como trapos que nos compraban en una fábrica de Monelos y huesos para la fábrica de jabón de Morgade y la de peines de la calle Caballeros. También solíamos ir hasta la barra de As Xubias, donde había un almacén militar para recoger restos de balas y pólvora que tiraban y que nosotros vendíamos a la ferranchina después de aplastarlos en las vías al paso del tranvía o para fabricar petardos para nosotros.

Con el dinero que reuníamos nos íbamos al cine o al futbolín, aunque también comprábamos las pocas chucherías que había, como los pirulíes, las manzanas de caramelos o las castañas pilongas, además de las pipas y las chufas. También me acuerdo de las lecheras que avisaban a grito pelado a la gente cuando pasaban por la calle, así como del señor que vendía la miel y del vendedor de bolitas de alcanfor.

Otro de mis recuerdos es que en las charcas de Monelos cogíamos ranas que luego hinchábamos con aire, así como el viejo autocar llamado la Cucaracha, cuyo conductor, Manuel, tenía una silla como asiento y cuando paraba en Monelos nos pedía a los jóvenes que empujáramos para subir la cuesta y así nos cobraba la mitad del billete.

Tampoco me puedo olvidar de los días que bajábamos a pasarlo bien por las calles de los vinos, aunque también solíamos para mucho por Cuatro Caminos en los bares Santa Lucía, O Lionardo y el Ruedo, mientras que en el centro lo hacíamos en el Disco y el Lira.

Desde pequeño siempre me gustó trabajar la madera, ya que hacía pequeños juguetes, y hoy conservo esta afición, ya que me dedico a construir maquetas en miniatura de las iglesias más conocidas de la ciudad y del Camino de Santiago, además de pallozas de Lugo y Os Ancares. Cuando me casé con Lidia, que era vecina de mi calle, seguí haciendo juguetes para mis hijos, Fe Victoria y Xurxo Lobato, como coches de madera a pedales y patines, ya que esta es mi mayor afición y de la me siento muy orgulloso.