Son elementos musicales, como son elementos del cosmos. El espacio es el ámbito en que se desarrolla el universo (la altura, aspecto fundamental en el arte de los sonidos, nos eleva también al espacio intergaláctico).

El tiempo es lo que determina la duración de la existencia de los seres vivos, de los astros y de la obra musical; es el mar indomable, de Shelley. Y el silencio es lo que hace posible que percibamos el sonido, cuya ausencia total nos conduce a los inmensos espacios interestelares o al universo contenido en una gota de agua de un estanque, donde seres vivos microscópicos nacen, crecen, se reproducen y mueren.

La genial obra de Ligeti apenas se mueve en alturas, el tiempo en ella parece detenido y además no concluye con sonidos sino con un prolongado silencio que la batuta regula, bate, mensura, mientras el público -¡qué gran público!- asiste fascinado y suspenso a un final inesperado y misterioso. Versión magistral de la asombrosa partitura que utilizó Kubrick para sumergirnos en ese mundo oscuro y áfono. Como sucede también con el empleo del impresionante poema sinfónico de Strauss en el filme 2001. Una odisea del espacio. Nos fue ofrecido en una versión memorable, con la OSG reforzada por miembros de la Orquesta Joven, que se integraron a la perfección dentro del conjunto. Sirva como ejemplo un comienzo modélico donde la plenitud sonora se alcanzó sin la menor distorsión.

Dima y la Sinfónica acaban de firmar dos interpretaciones antológicas: la Tercera, de Brahms, el viernes anterior y Así hablaba Zaratustra, este viernes inmediato. Bien hubiera merecido su inclusión en la película de Kubrick la pieza para trompa sola, Llamada interestelar, de Messiaen, ofrecida como bis por un extraordinario intérprete de trompa, el alemán Stefan Dohr, que también tocó con la orquesta el segundo concierto de Richard Strauss.