Nací en A Falperra, pero al poco tiempo mi familia -formada por mis padres, Enrique y Marina, y mis hermanos Fernando y Antón-, se trasladó a la calle San Luis. Mi padre falleció poco después de mi nacimiento, por lo que no llegué a conocerlo, y trabajó toda su vida en la Compañía de Tranvías, mientras que mi madre fue carnicera en el mercado de la plaza de Lugo y tuvo una vida muy dura por la muerte de mi padre en plena Guerra Civil, por lo que le costó un gran esfuerzo sacarnos adelante.

Mi primer colegio fue el de doña Carmen, situado en una casa de la calle San Vicente, donde estuve hasta los doce años, momento en el que entré en el del famoso profesor Rafael Vidal Agra, ubicado en la plazuela de la Paz, a quien le pusimos el apodo de Palillos porque tenía unas varas de madera muy finas con las que nos pegaba en las manos o el trasero cuando nos portábamos mal. Lo que más le enfadaba era que jugáramos a la pelota delante del colegio, ya que estaba en la planta baja y temía que rompiéramos los cristales de las ventanas.

A los catorce años dejé el colegio para entrar a trabajar como botones en el Banco Hispanoamericano, en el que desarrollé toda mi vida laboral durante 46 años y pasé por diferentes departamentos, por lo que dejé grandes compañeros y amigos.

Cuando nos mudamos a la calle San Luis comencé a integrarme en una pandilla, de la que formaron parte Manuel Meijide, Calderón, Rogelio Val, Souto, Sergio Vázquez, Dito, Eugenio, Chicho, Pepe Pumar y Carlos López, quienes son mis amigos de toda la vida. Recuerdo que solíamos ir a la estercolera de la fábrica de gaseosas y refrescos San Cristóbal a rebuscar entre los boliches y sifones para encontrar las bolas de cristal que cerraban las botellas para jugar a las canicas con ellas y que si estaban estropeadas las pulíamos rozándolas contra las paredes de las casas. Precisamente por estar sobre aquellos cristales me clavé un casco de botella en un talón que me hizo una gran herida.

Los domingos íbamos a los cines de barrio a ver películas de aventuras y después jugábamos en la calle a simular las batallas que habíamos visto, por lo que en una de ellas me dieron una pedrada en la oreja que me dejó una gran marca para toda la vida. Tuve que ir a la Casa de Socorro de Santa Lucía, donde me pusieron varias grapas en la herida y luego me vendaron la cabeza, por lo que durante varios días llamé la atención, ya que era un vendaje muy aparatoso.

Algunas veces hacíamos escapadas hasta el alto de A Silva o a San Pedro de Visma sin que se enteraran en casa para conocer nuevos lugares, ya que para nosotros eran auténticas aventuras porque había muchos sitios sin construcciones y tan solo pequeñas casas aisladas y ranchitos de labradores de la zona.

De aquellos años recuerdo a la librera de la calle Vizcaya, la famosa Aurorita, así como a la que se llamaba Caballito Blanco, cuyo dueño siempre nos llamaba la atención si tocábamos los tebeos, y al señor Magín, el heladero, quien fue el primero en poner un futbolín en la calle San Luis, así como al chatarrero Severino, que tantas veces nos compró la chatarra que recogíamos los chavales para luego gastar el dinero en las pocas cosas que había entonces para nosotros.

En mi juventud solo pensaba en ir a los bailes y fiestas, como las de Palavea, Mera y Santa Cruz, además de las salas El Seijal, El Moderno, el Rey Brigo, a las que íbamos andando, en los pocos autocares que había o en el tranvía Siboney, unas veces pagando y otras enganchados en los estribos.

A los quince años empecé a jugar al fútbol en el equipo San Luis, tras cuya desaparición tres años después fiché por el Imperátor, en el que estuve hasta los treinta y dos años, edad a la que sufrí un accidente que me dejó tocado para jugar, por lo que decidí entrar en la directiva del club, en la que estuve muchos años. Allí hice muchos amigos con compañeros como Cerqueiro, Estévez Mengotti, Fernando Vales, Pepiño Taboada y los hermanos Viéitez.

Fueron unos años fabulosos en los que conseguimos varios títulos coruñeses con Manolete y Lorenzo Galán como entrenadores y en los que tuvimos como presidentes a Luis Ripoll y Ernesto Vázquez Mariño. Fuimos el primer equipo de fútbol modesto de la ciudad que estuvo en Tercera División, por lo que jugamos hasta en Murcia. Tengo que agradecer además a la directiva y a mis antiguos compañeros el homenaje que hicieron por mis años de permanencia en el club.