Seguir la moda, o estar a la moda constituye uno de los estereotipos de lo femenino. Símbolo de lo cambiante y variable. También de lo frívolo. Lo que está de moda hoy, mañana puede no estarlo. Sobrevivir al cambio de tendencia simboliza atemporalidad. La moda es coyuntural. Lo permanente es estructural, o sistémico, como ahora se dice.

Y, en la coyuntura actual, las arquitectas estamos de moda. No porque tengamos más encargos que nuestros compañeros varones. O porque estemos más valoradas. Simplemente porque una generación nacida aproximadamente entre 1955 y 1965 nos hemos percatado que las arquitectas somos arquitectas y no arquitectos.

Y este percatarse ha supuesto que nos detengamos a estudiar cómo han llegado las mujeres a ejercer esta profesión. Y nos preguntamos si hemos participado en el planeamiento de nuestras ciudades, si hemos asistido a la organización espacial de nuestras casas, de nuestros museos, de nuestras oficinas.

Queremos entender por qué no estamos en los libros, por qué aparecemos tan pocas en las revistas profesionales, por qué hemos tenido tan pocas profesoras. Por qué. Y la respuesta es que somos nuevas en esto. Aunque con algún antecedente histórico, como la arquitecta romana del XVII Plautilla Bricci.

Llegado el siglo XX, las mujeres centroeuropeas marcan la avanzadilla con respecto al derecho de asistir a la Universidad y de trabajar conforme a los títulos universitarios. Algunas incluso estudian con permisos especiales. Es el caso de la arquitecta alemana Emilie Winkelmann, quien, tras titularse en una escuela técnica, abre su propio estudio profesional en 1908. Unos años más tarde, ya en la década de los años 20, la austríaca Margarete Schütte-Lihozky, o las alemanas Benita Otte o Hanna Low participan activamente en las propuestas arquitectónicas de la modernidad.

A las españolas se les reconoce en 1910 el derecho de asistir a la Universidad, y de ejercer profesionalmente. Pese a ello, la incorporación de las jóvenes a los estudios técnicos es lenta y tardía. Hasta 1960 solo se registran un total de ocho mujeres tituladas como "Arquitecto", que así era la denominación del título. El nombre de la profesión era tan masculino como su práctica habitual.

Estas ocho mujeres se fueron titulando poco a poco. En 1936, Matilde Ucelay, madrileña. En 1940,

Cristina Gonzalo Pintor, cántabra, y Rita Fernández Queimadelos, gallega, nacida en A Torre (A Cañiza), cuyos progenitores residían en Ourense, donde regentaban una céntrica mercería, La Modernista. En 1949, Juana Ontañón, canaria. En 1956, Margarita Mendizábal, alavesa. En 1957, María Eugenia Pérez Clemente, extremeña. En 1958, Elena Arregui, guipuzcoana asentada en Santiago de Compostela desde 1961. Y, en 1960, la coruñesa Milagros Rey Hombre.

A partir de ese año, lenta y pausadamente la presencia de las mujeres en las aulas de las Escuelas de Arquitectura se va incrementando. En la actualidad suponen prácticamente la mitad del alumnado.

De esas ocho primeras arquitectas, dos son gallegas, tituladas con veinte años de diferencia. Rita Fernández Queimadelos, la tercera arquitecta española, y la primera en ejercer profesionalmente, y Milagros Rey Hombre, la ilustre herculina. Las acompaña Elena Arreguique, aunque alavesa de origen, liga su trayectoria profesional a Galicia.

Sirvan estas líneas de homenaje a las tres.