Mis setenta años vividos en esta ciudad tienen como referente los muchos recuerdos de mi infancia y juventud, que en su mayoría tuvieron como escenario las calles de los alrededores de donde nací y me crié, la calle San Luis, en la que residí hasta que me casé. La casa en la que vine al mundo fue una de las primeras en edificarse en la zona, con ocho viviendas y sus correspondientes buhardillas, y en cuyos bajos tuvieron cabida una fábrica de jabón, una gran bodega, un fabriquín y un garaje.

Entre los años cuarenta y los cincuenta aquello eran los límites de la ciudad y los niños pasábamos fuera de casa todo el tiempo que podíamos cuando no estábamos en el colegio, donde nuestro pensamiento estaba siempre en el momento de salida. Yo disfruté mucho de los juegos de la infancia, que en gran medida me hicieron olvidar la carencia de las muchas cosas que padecíamos la mayoría de las familias de la ciudad.

Todavía tengo en la memoria la famosa cartilla de racionamiento y tener que ir con ella a buscar los contados alimentos que daban en las tiendas de los fielatos que había repartidos por el municipio, entre los que yo bajaba al de la calle Caballeros. Recuerdo que de aceite daban un cuartillo, el azúcar lo entregaban por cuarterones y también se repartía con cuentagotas la cascarilla y la achicoria. Si se querían otros productos había que ir a la antigua plaza de Santa Lucía, donde iba a por verduras, pescado o carne, así como a reparar alguna sartén o tartera, aunque también allí se reparaban paraguas.

Cuando me mandaban a arreglar alguna cosa, solía esperar escuchando al ciego que contaba historias ayudado por un lazarillo que iba pasando lentamente unos dibujos pintados en lienzos de sábanas que ilustraban la narración. Al terminar, el muchacho pasaba la gorra para recoger las pocas monedas que la gente le dejaba. También había muchos charlatanes que gritaban a toda voz para vender jabones, cuchillos y todo tipo de objetos, como lociones para los golpes y pociones de las que decían que curaban todo y que estaban bendecidas.

También había muchos trileros que intentaban engañar a la gente y que salían corriendo con su mesa cuando aparecían los policías municipales o nacionales, así como el señor que vendía por la calle las bolas de alcanfor para las polillas, el que vendía la miel, el de las aceitunas, el vendedor de cepillos para limpiar las botellas, los que arreglaban y vareaban los colchones de lana y los que arreglaban los somieres metálicos para ponerles muelles nuevos.

La Granja Agrícola, los campos de Ángel Senra, la Peña, los Estrapallos, San Cristóbal, Santa Margarita y otros lugares fueron los lugares en los que hicimos nuestros juegos, ya que en aquellos años los alrededores de mi calle estaban rodeados de monte, campos de cultivo y ranchitos en los que vivían los agricultores. Como mis abuelos vivían en la avenida de Hércules, los veranos pasaba mucho tiempo allí y pude tener amigos también de esa zona.

Los estudios los hice en varios colegios, como el Sualva, el de Rafael Vidal, la academia Aco, la Galicia y los antiguos barracones de Arquitectura en Riazor, donde terminé los estudios de Aparejador, tras lo que hice prácticas con el arquitecto municipal Antonio Vicens Moltó y con el aparejador municipal Luis Llopis.

Entré a trabajar en la factoría de Emesa cuando aún se estaba montando su trefilería de aceros y estuve allí veintiséis años como analista y técnico de laboratorio llevando el control de calidad de los aceros corrugados que se emplearon en la construcción de casi todas las presas de Fenosa, así como en el Palacio de los Deportes, el puente de Rande y la refinería.

Antes de empezar a trabajar en esta fábrica, estuve unos meses en la oficina de mi padre, que era gerente de una distribuidora de películas llamada Renacer Films, donde aprendí a montar y reparar las películas, por lo que años más tarde empecé a rodarlas con un equipo de cine. Gracias a unos familiares que estaban en Venezuela, me hice corresponsal para ese país y otros de Suramérica, a los que mandaba pequeños reportajes y noticias, sobre todo de tipo folclórico para las comunidades gallegas.

En los años setenta me mandaron el primer equipo de televisión y vídeo en sistema americano, que aquí era desconocido, por lo que tuve que aprender de modo autodidacta, a fuerza de fastidiar cintas que había que rebobinar a mano. Con el cambio político fue cuando más trabajé para el extranjero, ya que todos los políticos querían darse a conocer donde había gallegos y los emigrantes lo que pasaba aquí.

Estuve de corresponsal hasta 1987 y después fui nombrado delegado de la prensa regional portuguesa para Galicia, así como de Jornal de Noticias y de los semanarios Mundo portugués y O Emigrante. Durante esa etapa profesional pude conocer y entrevistar a casi todos los presidentes autonómicos gallegos, así como a alcaldes y otras autoridades, que nunca me pusieron ninguna traba. Tuve además la colaboración de mi compañero Roberto Luis Moskowich, sobre todo para las entrevistas dirigidas a Suramérica.

A los quince años vi en el cine la película de Jacques Cousteau El mundo del silencio, lo que me hizo aficionarme al buceo, que practiqué desde principios de los años sesenta con los cursos que hice con los primeros guardias civiles que integraron su equipo de buceadores, con quienes después colaboré en muchos rescates. Gracias a mi afición por el cine rodé además películas submarinas de esos accidentes con los primeros equipos que llegaron a Galicia y que también usé cuando colaboré con la Cruz Roja del Mar en la lancha Blanca Quiroga, de cuya actividad tuve que retirarme cuando la edad me lo impidió.