Josefa Varela se fue a Venezuela en busca de un futuro mejor, en busca de unas oportunidades que en la Galicia de los años cincuenta se le negaban. Ahora es usuaria del centro de mayores de Afundación, en A Coruña, y su historia, como la de otros muchos mayores, ha servido más que los libros a los alumnos del colegio plurilingüe Salesianos a entender cómo era la vida en la dictadura, cómo eran las relaciones antes de internet y del WhatsApp y a aprender historia, pero contada en primera persona.

El proyecto se llama Fálame da emigración, y en él participaron 67 voluntarios de varios centros de Afundación en Galicia y once colegios. En los encuentros, los mayores contaban sus razones, por qué un día decidieron marcharse de su casa y cruzar el Atlántico o los Pirineos, por qué se quedaron y cómo se sintieron y, en algunos casos, también por qué decidieron volver.

Dice Ángel Iglesias, que siempre se sintió como un extranjero en Suíza pero que, sin embargo, nunca tuvo esa sensación en los treinta años que pasó en Canadá. Nació en Maceda (Ourense) y es el mayor de ocho hermanos, a los que consiguió ir llevando hasta Suiza poco a poco. A los jóvenes les cuentan historias de llegar a Río con tres euros en el bolsillo, de estudiar por las noches y de intentar hacer fortuna. Y los niños, alumnos de tercero de Secundaria, abren entonces su campo de visión con esos encuentros.

"Fue una buena manera para concienciarnos de que algunas veces tienes que aprender a adaptarte a situaciones que nunca habías pensado vivir", dice Paula Pérez, de Salesianos. "Seguid contando vuestras experiencias", les anima la alumna Eva Prado, que reconoce haber aprendido mucho sobre la cultura, a través de los testimonios de los mayores.

Una de las historias más bonitas es la de Michelle Semadeni, que nació en Suiza. Allí, conoció a Ángel, un emigrante gallego que iba a la misma academia de inglés que ella. Se hicieron amigos porque compartían inquietudes, una de ellas, la curiosidad por la física. Él se marchó, así que dejaron de estar en contacto, eran años en los que el Skype ni se soñaba y sin los datos que, ahora, se hacen casi indispensables. Con el paso del tiempo, el destino los volvió a reunir, cuando Michelle preparaba un examen para ser profesora en otro cantón. Iniciaron una relación y se casaron.

Dos años después, en 1968, y tras el nacimiento de su hijo, Ángel se fue a Canadá a trabajar y Michelle y su pequeño se quedaron en Suiza. Pasaron casi diez años hasta que la familia se reunió de nuevo, esta vez, en Canadá. En 1998, tocó mudanza otra vez, el matrimonio se trasladó a Galicia, a la tierra natal de Ángel. En la memoria del proyecto, Michelle asegura que está "encantada" de vivir aquí, aunque hace escapadas a Suiza para visitar a su hermana.

No ha querido regresar a Venezuela, sin embargo, Josefa Varela, que volvió a Galicia en 1989 y que, hasta 1997 visitó su país de acogida en varias ocasiones. Allí se había quedado su hija. Cuenta que, en 1997 decidió no volver más "porque aquel ya no era el lugar" que ella "había conocido".

La historia de Celestino Mayo es la de un hombre aventurero, que partió con la idea de irse a Venezuela y que acabó en Río, la historia de un hombre que al día siguiente de desembarcar en Brasil ya tenía un empleo como zapatero y que, para poder ahorrar, le pidió a su cuñado que le diese trabajo como camarero en el mejor restaurante de Río, de ese modo, comía y cenaba en el local, lo que le permitió pagar un taller de zapatería al contado, según cuenta en la memoria del proyecto Fálame da emigración.

Casimira Araújo se casó en Argentina con otro emigrante, un aragonés que había llegado al país el mismo día que ella, aunque en otro barco. De sus veinte años de estancia en Argentina recuerda que la escuela pública era gratuita y de calidad y de la gran familia que formaban los vecinos de su tío, que había partido hacia América antes que ella. Ese buen recuerdo de la educación argentina lo atesora también Joaquín Loncan, que se fue en 1952 con sus padres y sus hermanos en el navío Cabo de Buena Esperanza. Tuvo su primer empleo a los quince años, como aprendiz en una oficina y, consiguió formarse por las noches hasta que consiguió el título de perito mercantil. Volvió en 1972, y recuerda Buenos Aires como una ciudad maravillosa.

El camino que hizo Graciela fue diferente, ella nació en Caracas, pero se casó con un emigrante gallego, Serafín Portugal, al que su madre, maestra en el rural, le había dicho que hiciese las maletas y que pusiese rumbo a un país en el que no hubiese grandes desigualdades. Serafín estudió en Venezuela ciencias sociales y llegó a ser supervisor en el Instituto Nacional de Vivienda, colaboró como filántropo en el programa de cultura del Centro Galego y todos los domingos, según recoge la memoria del proyecto, tenía un programa en una emisora de radio titulado Sempre en Galiza. En 1995, la familia decidió iniciar un nuevo proyecto al otro lado del charco y ahora, Graciela atesora la experiencia de una inmigrante afincada en la tierra de su marido, también emigrante.

El proyecto, además de las reuniones que mantuvieron los mayores con los jóvenes, cuenta con un vídeo, en el que los voluntarios hablan de su experiencia.