Nací en el barrio de Os Castros, donde viví con mis padres Antonio y Laura, así como con mis hermanos Pili y Jorge. Mi padre fue un conocido carpintero de Eirís que trabajó junto con mi abuelo en un pequeño taller que tenían en el Alto del Castaño de Eirís, en la parte trasera del ranchito que tenían mis abuelos allí. A la muerte de mi abuelo, mi padre se dedicó a la construcción hasta que se jubiló.

Mi primer colegio fue el de Francisco Vales Villamarín, en el que estudié hasta los trece años, tras lo que terminé mis estudios en el Concepción Arenal. Al igual que muchos jóvenes, tuve que ponerme a trabajar para ayudar a mi familia, ya que el trabajo de la carpintería solo daba para ir tirando. A pesar de haber empezado a trabajar, mis padres me mandaron a pasantía a la Academia Los Castros, donde tuve como profesores a don Manuel y don Jesús, quienes me enseñaron mucho y se portaron muy bien conmigo.

Mi primer trabajo fue de ayudante de mi padre en la carpintería, pero tuve la suerte de que me ofrecieran trabajar en la conocida joyería Salamanca, situada en la calle Real y regentada por Luciano Salamanca Camazón y su mujer, Asunción Acevedo, unas personas maravillosas que me trataron muy bien los casi siete años que estuve con ellos. Dejé el trabajo para hacer la mili, que hice en la Farmacia Militar, donde solo tenía que despachar medicinas, por lo que la pasé bastante descansada.

Al terminarla, entré en la joyería Franermy, también en la calle Real, y posteriormente en la Barreiros. Terminé mi vida laboral en la emblemática Joyería Suiza, ubicada en el Cantón Pequeño, en la que trabajé hasta su cierre y que fue muy conocida por su famoso reloj exterior, con el que la gente sabía la hora que era cuando paseaba por los Cantones.

Entre mis amigos de infancia y juventud estaban Arturo Díaz, Manuel Guillán, Carlos el Rubio, Gerardo Finat, Gutiérrez, Luis, Cacharrón, Goloso el del Imperátor, Manuel Frías y Mario Novoa. Con todos ellos lo pasé de maravilla jugando en la calle a todo lo que nos permitía nuestra imaginación, ya que había muy poca circulación y los chavales nos sabíamos el horario de paso del tranvía Siboney y de los pocos camiones y coches de línea que pasaban.

Si queríamos jugar al futbolín en el bar de Atanasio, teníamos que juntar cascos de botellas de champán y gaseosas para que en la fábrica de San Cristóbal nos dieran algunos patacones, aunque era difícil encontrar botellas que estuvieran bien, ya que en aquella época se reutilizaba todo. En verano íbamos a la playa del Lazareto, donde aprendí a nadar y comenzó mi afición por el fútbol, por lo que entré en el Atlético Los Castros, en el que estuve toda mi vida deportiva y tuve como compañeros a Monchiño, Álvaro, Carlos Varela, Jaime y Rilo, mientras que como entrenadores tuve a Firi, García y Guntín.

Con este equipo fui campeón de la ciudad y además jugador de la sección de hockey hierba y sala que creó, que también fue campeona local, por lo que participé en la fase de sector que se jugó en Ourense y luego en los Juegos del Cantábrico en Santander. Dejé de jugar a ambos deportes a los veinticuatro años debido a una lesión de menisco y luego me casé con Isabel Vázquez, una vecina del barrio a la que conocía desde niño y con la que tengo dos hijos, Antía y Mauro. Ahora, ya jubilado, me dedico a recordar con mis amigos los tiempos de nuestra juventud, en los que disfrutábamos de todas las fiestas de los barrios, como las de Eirís y A Gaiteira, así como de los bailes de la ciudad y sus alrededores. También nos acordamos de nuestros paseos por la calle Real, los Cantones y las calles de los vinos los festivos y domingos, en los que estar en el centro era toda una aventura por la gran cantidad de gente que llenaba por completo las calles.