Nací en Allariz, pero cuando tenía cinco años mis padres, José y Lucía, vinieron conmigo y mis hermanos Manolo y Carlos a instalarse a la ciudad, ya que a mi padre le ofrecieron el puesto de jefe de vigilantes durante la construcción de la refinería. Cuando acabaron las obras aprobó las oposiciones para motorista del Ayuntamiento, momento en que nos mudamos a la calle San Leopoldo, junto a la avenida de Finisterre, cerca de la que mi madre abrió una tienda de retales en la que trabajó hasta su jubilación.

Mis padres nos mandaron a los tres a estudiar a los Salesianos, aunque terminamos el bachiller en el instituto Masculino. En esos años tuve como compañeros a Eduardo Lama, Juan, Antonio, Javier, Rigo, José y Milocho, quienes también formaron parte de mi pandilla, aunque también tuve otra de mi calle, en la que estaban Vicente, Luis, Mariano, Berto, Paco y Rafael, con quienes lo pasé muy bien jugando en la calle en una época en la que mi barrio estaba rodeado de campos, junto a los que aún estaba la imprenta Roel, además de una fuente y un lavadero en los que en verano nos refrescábamos. Recuerdo que cuando años después empezaron a tirar la imprenta, los chavales íbamos allí a buscar cosas para venderlas en la ferranchina.

Nos pasábamos la semana fabricando tiratacos de madera y, si teníamos la suerte de encontrar un paraguas roto, hacíamos con las varillas un arco con fechas que lanzábamos a los gatos y ratas. Una de nuestras aventuras era bajar hasta la Fábrica de Gas para coger piedras de carburo y fabricar petardos con los que reventábamos las madrigueras de los topos en el paseo de los Puentes, lo que nos agradecían los dueños de las fincas, quienes nos daban frutas y mazorcas de maíz que luego asábamos.

Después de ir el domingo a los cines Finisterre, Doré o España nos juntábamos varias pandillas para escenificar la película que hubiéramos visto. En aquellos años estaba muy de moda hacer carritos de madera con ruedas de cajas de bolas y con los que nos tirábamos por la avenida de Finisterre y la cuesta de la Unión, que todavía tenían adoquines. Lo malo era cuando se rompía el carro por el peso, ya que íbamos montados varios chavales, y nos rozábamos las piernas.

En verano solíamos ir a Riazor, donde aprendí a nadar en las rocas conocidas como el Cagallón, que entonces nos parecía que estaban muy alejadas de la orilla pero que casi se podría llegar a ellas saltando. A partir de los quince años empezamos a ir todos los bailes y fiestas de la ciudad y los alrededores, de los que el que más nos gustaba era El Seijal, que tenía dos pistas y un gran ambiente, aunque a la vuelta solo había un par de autocares que se llenaban de chavalas que tenían que volver temprano a casa, por lo que nosotros hacíamos el camino andando.

Al terminar los estudios empecé a ayudar a mis padres y luego tuve que hacer la mili. Al acabarla me ofrecieron un puesto de celador en el hospital Labaca, en que estuve dos años, tras lo que pasé al Santiago Apóstol. Luego decidí marcharme de marinero al Gran Sol, donde estuve diez años faenando, así como en los caladeros africanos, por lo que fue una época muy dura a pesar de que se ganaba un buen sueldo y decidí dejarlo porque hubo muchos naufragios y, además, a uno de los barcos en los que trabajé en el banco sahariano lo ametrallaron y le causaron muchos daños.

Terminé mi vida laboral como conserje en las instalaciones deportivas municipales, etapa en la que empecé a preocuparme por el deporte y fundé el primer club de tenis de barrio, la Asociación Cultural y Deportiva Salvador de Madariaga Tenis Club, que surgió en una época en la que este deporte solo lo practicaba la clase alta. Durante 25 años he sido presidente de esta entidad, en la que junto con Ángel Patricio Castro logré que el tenis se convirtiera en un deporte de base gracias a la pista cuyo uso tenemos en cesión.

Desde que se creó la asociación, a lo que contribuyeron los concejales Eduardo Blanco y Esteban Lareo, hemos organizado numerosos campeonatos con nuestro equipo, con el que fuimos campeones en 2004 y sigo de presidente a la asociación hasta que aparezca un relevo.